Recientemente un lote de cocaína adulterada, posiblemente con opioides, produjo la muerte de 20 personas y la internación de otras 50. Las declaraciones del ministro de seguridad de la Provincia de Buenos Aires, Sergio Berni, generaron revuelo por el tono. Algunos políticos reinciden una y otra vez en la posición prohibicionista aludiendo a una lógica que no ha producido más que derroche de recursos y recrudecimiento de la violencia. Otros, algunos pocos, se animan a una solución ¿liberal?: legalización, educación y reducción de daños. El problema principal: la necesidad de hacer usufructo de la moral con fines electorales. Eliminar un problema también es eliminar un slogan de campaña. En esta nota, Alan Ojeda realiza un recorrido por varios de las ejes para pensar la discusión actual.
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Ni la primera ni la última vez
En 2016 fui a cubrir la TimeWarp como periodista para el portal Artezeta. La fiesta, como varios deben recordar, terminó con cinco muertos. Los médicos dijeron que fue por MDMA (éxtasis), por el consumo de la “pastilla Superman”. Era obvio que no era así, el tiempo y la ciencia se encargaron de desmentir esa hipótesis. Al día siguiente de la fiesta, escribí una extensa nota sobre legalización, prohibición y políticas de reducción de daños. La nota se difundió mucho y terminé hablando en algunos canales como A24, TV Pública y América. En todos los espacios hable como docente, como persona que investiga sobre drogas hace años y como habitué de las fiestas de música electrónica. Mi posición fue clara: legalización, control, educación e información. Los países que avanzan hacia el control o hacia una política permisiva que no condene al usuario han tenido excelentes resultados. Sin ir más lejos, una productora de Paises Bajos creó Drugslab, un canal de youtube donde los presentadores consumen las drogas en vivo y en directo al mismo tiempo que se explican los efectos y dan la información científica correspondiente. Los videos están orientados a informar a los más jóvenes sobre aquello de lo que ni sus padres ni la escuela hablan. Lamentablemente, como señalé en Todas las drogas, ¿La Droga?, a diferencia de Paises Bajos, Portugal, Dinamarca, Noruega o Uruguay, nuestro vecino, en nuestro país “información es poder” salvo que se trate de sexo y drogas. En ese caso, mejor no hablar de ciertas cosas. Así fue como, después de los muertos de TimeWarp, lejos de mejorar las políticas en relación a las drogas, el estado decidió prohibir y perseguir fiestas electrónicas por varios meses.
El tema siempre me interesó porque atraviesa varias discusiones: el consumo de sustancias que alteren la consciencia por parte de homínidos y no-homínidos con fines lúdicos o rituales desde el origen de la historia; el problema de la relación entre sustancias productivas y anti-productivas en un sistema que prioriza la explotación; la relación entre sobriedad y embriaguez en relación al acceso a una «verdad» o «experiencia verdadera del mundo»; los límites de la libertad individual cuando esta no produce perjuicio a terceros; el papel de la sociedad moderna en el aumento de la peligrosidad del consumo de sustancias; la relación entre sustancias psicoactivas, arte y religión, etc. En conclusión, cada vez que hablamos de «drogas», hablamos de muchas cosas. Simplificar la discusión es empobrecerla, llevarla al barro. En general, es ponerla en un lugar donde sea manipulable a un nivel moral, paternalista, emocional, pero no científico, ni filosófico, ni político. Mientras no logremos trascender esa llanura discursiva, la historia se va a repetir una y otra vez. Y le daremos de comer a los políticos, jueces, abogados y policías que forman parte de la gran farsa de «la guerra contra el narcotráfico». Para muestra basta un botón: en 2019 el 88,8 por ciento de los detenidos por drogas era por consumo personal.
La discusión sobre drogas suele derivar rápidamente en una postura bastante sencilla: consumir está mal y nadie debería consumir, y el que consume es un pobre estúpido sin voluntad (o una víctima del sistema), hay que luchar contra el narcotráfico. La postura es problemática en varios niveles. Primero: se asume que todas las drogas son lo mismo; segundo: se elimina de la discusión el uso de drogas legales (desde alcohol, cafeina y nicotina hasta barbitúricos); tercero: se hace hincapié en el consumidor y no en aquello que genera el consumo problemático; cuarto: la gente opina sobre lo que un individuo debería o no hacer en su vida privada si no perjudica a terceros, desde un prejuicio pesonal; quinto, hace cincuenta años que se lucha contra el narcotráfico y los miles de millones invertidos no han producido ningúna mejora sustancial. Hay algo que pareciera impedir tratar a las sustancias psicoactivas como cualquier otra cosa que pueda ser considerada «de cuidado». No vendemos armas a la gente a menos que posea una autorización y se muestre calificada, vendemos varios medicamentos con receta, capacitamos a la gente para el uso de herramientas peligrosas o máquinas que puedan ser también un riesgo para terceros y regulamos la venta de alcohol. ¿Qué nos impide pensar hacer lo mismo con las sustancias que actualmente se consideran prohibidas?
Sin adentrarme especificamente en el tema de actualidad (los muertos por cocaina adulterada), quisiera hacer un recorrido un poco disparejo sobre algunos de los temas que mencioné hasta ahora.
Lucho, pero por supuesto, viejo
Era el año 2001 y yo tenía 10 años. Estaba comiendo en la casa de mi abuela mientras ella y mi vieja miraban el programa de Lucho Avilés. En el programa estaban por entrevistar a un tipo flaco, de pelo ondulado y vestido como un dandy. Hablaba con una cadencia divertida y se movía con varios tics. La entrevista era sobre el consumo de drogas. Andy Chango era cantante y había formado parte de Superchango, una boyband de los 90’s. Después de eso se fue a España a probar suerte con un proyecto solista. Neuronas (1999) era un disco dedicado exclusivamente a la droga: “Tengo que elegir/ entre millones de drogas/ debo decidir/ si quiero una sola/ o quiero mezclar/ ¡TODAS!”. La prensa argentina se escandalizó, Chiche Gelblung le preguntó, en su programa nocturno, si no le daba vergüenza hacer una canción que diga: “Que lindo que es drogarse en familia”. Chango, rápido, contestó: “Vergüenza debería darle a la sociedad argentina de autores que me paga por eso”. En fin. A mi me hacía morir de la risa. Chango era rápido para contestar y el nivel de discusión de los panelistas era tan bajo que él bien podía ponerlos en jaque sin mucho esfuerzo. Posteriormente fue al programa de Mauro Viale y el show continuó. Nadie entendía qué hacía ese personaje en la TV hablando de la Cannabis Cup en España, autodefiniéndose “politóxico” y haciendo canciones con Andrés Calamaro: “Voy a la playa/ voy a volver blanco/ Voy a la playa/ a meterme una raya”. Parece estúpido, pero esas apariciones televisivas marcaron a una generación. Esa fue, quizá, una de las pocas veces que vi a alguien hablar de drogas sin prejuicio, burlándose de la moralina y la hipocresía de los medios y la política. Años más tarde, seguí riéndome al ver los compilados de sus videos. Hoy, con la distancia que otorga el timpo, puedo apreciar lo necesaria que fue su figura para abrir la discusión.
Para los medios, Andy fue un chivo expiatorio. Se podían reír de un consumidor de drogas, caricaturizarlo, ponerlo de ejemplo negativo. Sin embargo, la lengua de Chango se los hacía difícil. Él podía ser cualquier cosa, pero no era ningún boludo. Era una persona culta que venía de una familia profesional y cuyo padre era una eminencia de la neurología. No cumplía con el estereotipo del reventado y el marginal.
Hablar sobre drogas desde una perspectiva liberal en los medios de comunicación es casi un crimen. Cuando el recientemente fallecido Antonio Escohotado vino a nuestro país hace unas décadas y fue invitado a hablar a un programa de cuyo nombre no quiero acordarme, no tardó demasiado horrorizarse y señalar que la discusión (o los participantes) era oscurantista y medieval. Varios años después, Chango levantaba el guante y afirmaba, en Indomables, que en España sí le gustaba hablar de cannabis porque allá había un alto nivel de discusión. Obviamente, los panelistas se sintieron insultados. Por suerte, con los años, revistas como THC y Haze se hicieron populares, y las drogas o estupefacientes (¿hay palabra mas cargada de moral?) encontraron un lugar donde ser tratadas profesionalmente, desde una perspectiva filosófica y científica, donde los autores hablaban sobre su uso, sus orígenes, su influencia en la cultura, etc. Entonces, la figura de Andy reapareció con fuerza. Todos comenzamos a recordar su presencia en la TV como uno de los héroes de una discusión que nadie quería dar. Quizá no era la forma correcta, pero sin duda fue con la fuerza disruptiva necesaria. Ahora ya no es sólo Andy el que pone el cuerpo, sino una gran variedad de personajes de la cultura. La discusión comenzó a tener dominio público, la vara está un poco más alta y algunos prejuicios fueron desapareciendo.
Obvio que detrás de cualquier apertura hay mucho más que un individuo. La lucha de las organizaciones de cultivo de cannabis, legisladores, intelectuales, científicos y consumidores a lo largo de estos años hizo la diferencia. Sin embargo, los personajes de la cultura, siempre cumplen un rol fundamental en la visibilización y son articuladores en la formación de la opinión pública.
El ritual: breve digresión
En el paso de las sociedades religiosas a las seculares, Dios murió, pero no las drogas. Entre secularización y capitalismo se produjo un desplazamiento de las drogas en su uso originalmente ritual hacia el uso lúdico y profano. Como señala Antonio Escohotado es su voluminosa Historia de las drogas, no se registra en las culturas antiguas una palabra que significara algo equivalente a drogadicción o abuso de drogas. Sí había palabras para designar la embriaguez, común en toda sociedad y en todo ritual, el estado de éxtasis.
Rituales eleusinos en Grecia, Peyote en México, Yagé en el Amazonas, Iboga en África, hongos alucinógenos en casi todo el mundo, cannabis en oriente, semillas de cebil entre los pueblos originarios de nuestro país, «drogas» hay en todos lados, muchas nacen de forma natural y están asociadas a las culturas que habitan los territorios donde crecen. Siquiera el opio en China era un problema hasta la aparición de los ingleses, que produjeron un quiebre en la cultura y desregularon lo que hasta ese entonces parecía no generar alterar el funcionamiento de la sociedad. Algo similar pasó en Japón con la marihuana (y con la sexualidad) después de la intervención norteamericana de la Segunda Guerra Mundial.
Frente a esa posición prohibicionista y prejuiciosa sobre las sustancias, Albert Hoffman, junto a científicos como R. Gordon Wasson y Carl A. P. Puck, planteaban que las drogas debían ir a las manos de las personas adecuadas: químicos, psiquiatras, neurólogos, etc. Algo que hoy se está cumpliendo, muchas décadas después, gracias a proyectos como maps.org, que se encarga de hacer estudios e investigaciones científicas sobre los efectos positivos y posibles tratamientos en los que se podría aplicar el uso de Ibogaina, Ayahuasca, LSD, Psilocibina y Cannabis. Adicciones, síndrome de estrés post traumático, depresión y tratamientos para el cáncer son sólo algunos de los usos que actualmente se están probando.
El ritual, para decirlo de una manera sencilla, ofrecía un marco identificable, la posibilidad de hacer interpretable una experiencia bajo estados alterados a través de un sistema de símbolos propios de una cultura. El chamán guiaba la ceremonia. El consumo de sustancias estaba reservado a momentos particulares: una iniciación, la necesidad de una respuesta frente a un momento duro de la vida, la búsqueda de una experiencia de lo divino. Su uso no era libre sino regulado por las costumbres y tradiciones de la tribu. En ese sentido, posicionar al psiquiatra en el centro del nuevo esquema secular podría hacer posible la apropiación de una experiencia particular, como sucede con las terapias de Estrés post traumático o la terapia de pareja bajo efectos del MDMA. El analista, formado en uso de sustancias psicoactivas, no es distinto del chamán que guía la experiencia. En ese sentido los estudios de maps.org son prometedores.
El problema de la mayoría de los consumos de sustancias psicoactivas es que carecen de un fin, de una intención y una regulación social, como sucedía en la antiguedad. Fuera de ese marco, la droga se transformó en un fin en si mismo. La alteración cognitiva no es dirigida en ninguna dirección, en ningún provecho, y queda liberada a la capacidad individual de dar forma a lo experimentado.
No resulta demasiado sorprendente que las sustancias con mayor índice de usuarios con problemas de consumo sean aquellas que permiten aumentar el rendimiento o hacer desaparecer el dolor. Ninguna de las drogas que se encuentran en la lista de mayor consumo pertenecen a esa categoría que Antonio Escohotado llamaba de «excursión psíquica». Esto nos lleva a otra discusión y es la relación que hay entre determinada estructura social, su funcionamiento, las carencias que produce y las demandas que realiza. Más allá de la posible predisposición de una estructura psíquica a la adicción, no man is an island. Ansiolíticos, antidepresivos, sedantes hipnóticos, parecieran acompañar la sensación de una realidad que nos consume, nos sobrepasa. Mientras las conficiones de vida nos destruyen, el sistema nos ofrece drogas para una «supervivencia» aletargada. Cualquier cosa salvo replantear los orígenes estructurales de esa necesidad.
Los números duros
Como es posible observar en el gráfico, al menos en Estado Unidos, cuatro de siete causantes de sobredosis son drogas legales. Pica en punta, en los últimos años, el uso de opioides sintéticos, seguido por una línea bastante constante que representa las drogas de prescripción de origen opioide. Cocaína y heroína combinadas no alcanzan a generar las mismas muertes que la principal causal. No aparecen en el registro ni la marihuana, ni el LSD, ni la psilocibina, ni la salvia, ni el DMT. Principalmente porque una sobredosis de esas sustancias es virtualmente imposible. Respecto al éxtasis o MDMA, en 2002, El País publicó una nota que decía que, entre 1992 y 2002 se «estimaba» que la cantidad de muertos por consumo de drogas que había consumido éxtasis alcanzaba el número de 140. Posiblemente ese número sea infinitamente más bajo que el producido por accidentes domésticos, intoxicaciones alimenticias y accidentes laborales cada año. De hecho, si todas esas muertes relacionadas (que no quiere decir que hayan sido por consumo directo) hubieran sucedido en un año, equivaldría a un 0,004 por ciento de los 3 millones de muertes anuales que se producen en el mundo relacionadas al consumo de tabaco. O puede representar el 0,16 por ciento de las 85 mil personas que mueren anualmente por causas relacionadas al alcohol en América. De hecho, la mayoría de las muertes relacionadas al mundo de la música electrónica se debe no al éxtasis sino al policonsumo o a la producción de drogas de síntesis nuevas que no están alcanzadas por la ley. La mayoría de los «sustitutos» que buscan escapar de la regulación son infinitamente más tóxicos que los químicos originales. Por ejemplo, mientras el LSD no es mortal en ninguna cantidad y su dosis activa promedia entre los 50 y 100 ug, su sustituto más común, el 25I-NBOME, posee un margen muy pequeño entre su dosis activa (500-800 ug) y una dosis tóxica potencialmente peligrosa (hipertermia, falla renal, síndrome serotonínico, etc). Es decir, si bien el ácido puede ser hasta 10 veces más potentes en su efecto, su peligro a nivel químico, en estado puro, es igual a 0. En el caso del éxtasis, un reemplazo altamente mortal es el PMMA que ha generado 12 muertes e ingresos hospitalarios con dosis de 50mg, cuando las dosis promedio de una pastilla no adulterada posee actualmente un promedio de 180 o 200mg de MDMA.
La prohibición sólo produce proliferación de drogas nuevas. El Sistema Temprano de Alerta de la Unión Europea tiene monitorizadas en total hasta 450 drogas de nueva creación entre 2013 y 2015. De esas 450, 150 fueron producidas en el año 2014. A diferencia de las sustancias de origen natural, la ventaja de las sintéticas para el narcotráfico reside en la posibilidad de alterar la estructura molecular de una sustancia (que es lo que se prohíbe) y producir otra totalmente nueva, con efectos que pueden ser similares o no. Normalmente los que testean esas nuevas drogas son los usuarios, que desconocen qué consumen. Obviamente, entre la detección del químico y su prohibición cualquier sustancia ya alcanzó distribución mundial. Para cuando la detecten y prohíban, habrá 5, 10 o más para sustituirla.
Es necesario entender cómo gran parte del costo de cualquier droga es el peligro de transporte. En términos de proceso, la producción en cantidades industriales, sea cocaina, metanfetamina, heroina o éxtasis (la marihuana casi no requiere una transformación) es de bajo costo. El riesgo de transporte de grandes cantidades de esas drogas sumado a la alta demanda es lo que da lugar al alto precio. Es similar a los cigarrillos, cuyo precio esta compuesto en su mayoría por impuestos. Lo que se paga no es el costo de producción real de la sustancia química. Esto podría implicar que, en un contexto de legalización, como sucede en varios estados de EEUU con la marihuana, la venta con grabado de impuestos podría, sin alterar demasiado el precio, e incluso reduciéndolo, aportar una cantidad de dinero a las bancas del Estado que se aplicarían a educación, salud y reducción de daños. Imagínense el volumen de dinero de la economía informal mundial introducido a la econom´ía formal y grabada con impuestos. ¿Cuánto dinero se le retiraría de manera directa a políticos, jueces, fuerzas de seguridad cómplices y narcotraficantes? ¿Cuánto dinero podría ser derivado a la prevención, la educación y la mejora de la salud pública?
Hay un pensamiento que cree que las cosas pueden solucionarse con los mismos mecanismos, ya corruptos, que funcionan hasta ahora. La hipótesis se cae de lleno cuando vemos que uno de los paises con las fronteras más vigiladas (EE.UU) es uno de los consumidores más grandes del mundo. La hipótesis de una especie de purismo político y justiciero, de moral intachable de sur a norte, de este a oeste del país, no es una utopía siquiera. Incluso en los paises que condenan con pena de muerte la posesión de drogas no se pudo hacer desaparecer el tráfico.
Tomar una decisión sobre una política implica tener en cuenta muchas variables. No sólo el número de muertes por sobredosis de X o Z droga, sino también los volúmenes de dinero, la población consumidora, qué sectores consumen qué sustancia, desde qué edad, etc. En última instancia, una tendencia que podremos contrastar en el gráfico de cualquier país es el crecimiento de consumo de drogas adulteradas o de baja calidad (flakka, crack, pasta base, paco, crystal meth, desomorfina, drogas de prescripcción, etc) en los sectores más bajos. En general, ¡Oh, casualidad! esas drogas son usadas como slogan de «la guerra contra las drogas», pero en verdad sirven para direccionar una guerra política contra determinados sectores sociales, como fue el caso de la heroina entre los afroamericanos en Estados Unidos. La ausencia de drogas de mejor calidad deriva directamente en drogas alternativas de efecto similar y poder más destructivo.
Es verdad que no podemos decir que todas las drogas son iguales ni que producen el mismo daño. Nuevamente, MDMA, marihuana, LSD, hongos, DMT yAyahuasca, entre otras, tienen un riesgo mínimo o nulo a nivel tóxico, sobre todo si el consumo no es habitual. A diferencia de estas sustancias, la heroína y la cocaína son altamente adictivas y producen daños a corto-mediano plazo que van desde la destrucción de las glándulas de dopamina e infarto (cocaína) hasta un paro por depresión del sistema cardiorespiratorio (heroína). A eso se suma, en el caso de las drogas inyectables, el riesgo de contagio de enfermedades como el HIV y Hepatitis por el hábito de compartir agujas. Frente a esa posibilidad, en Dinamarca han surgido propuestas como la de prescribir comprimidos de heroina para reducir esos riesgos y además disminuir la posibilidad de una sobredosis al regular la cantidad que se consume. Si no podemos evitar ni el tráfico ni el consumo, la salida no es enjuiciar moralmente a los consumidores ni una política punitivista sino desarrollar mecanismos para reducir los daños producidos. Como dice el proverbio budista: el dolor es inevitable, el sufrimiento es optativo. Si nuestra idea es prolongar el dolor y la desdicha, sostener el sufrimiento sin ningún tipo de alternativa, la prohibición y persecución es el camino. Si pretendemos ayudar realmente, hay que buscar opciones que se enfoque en el usuario, en la posibilidad de reducir su padecimiento y evitar su muerte.
Hasta ahora, los miles de millones de dólares invertidos en la guerra contra el narcotráficos no han servido. Los cárteles proliferan o se suceden, nuevas rutas y nuevos métodos de distribución son imaginados: barcos, drones, submarinos no tripulados, etc. En términos de capacidad, la cantidad de mano de obra disponible del crimen organizado excede el número disponible de fuerzas de seguridad destinadas a la tarea de impedir el narcotráfico. Mientras tanto, la gente muere por consumir cosas de mala calidad o por la violencia que produce todo lo relacionado a la venta ilegal.
Dietética de los placeres
En la nota que publicó Daniel Link en Anfibia con motivo de los sucedido en Time Warp hay una idea interesante. Link habla de una «dietética de los placeres»:
Pero no se trata sólo de vender productos aprobados legalmente y con controles de calidad eficaces, sino de una educación para el placer: una dietética de los placeres.
Así como no es recomendable que los muy jóvenes anden cogiendo descontroladamente, tampoco lo es que consuman cualquier cosa sin supervisión alguna.
En cuanto a las fiestas, no hay que prohibirlas, hay que liberarlas: liberarlas de la miserabilidad del negocio febril, recuperarlas como un espacio de felicidad común, comunitaria, ritual. Algarabía. Que pase algo diferente de la muerte a la que la sociedad, deliberadamente, nos condena.
Nuevamente tenemos el problema de la educación, de la formación. El placer y el goce son cosas prohibidas para la escuela, sobre todo cuando se habla de consumos y de sexualidad. Sólo se aborda, sin recibir quejas, desde la prohibición y el miedo. Quien habla de disfrute sexual es condenado; quien habla de un consumo mediado por la información, el conocimiento y la educación (¿no hablamos de «cultura alcohólica» también?) es denunciado como apoligista. No bastan con decir que hay información en internet, sino que es necesario acercarla, macerarla, ofrecer aquello que sea útil para pensar y discutir. Pero eso va a ser imposible mientras pensemos que discutir sobre sexo y drogas es hacer propaganda de la «promiscuidad» y la «drogadicción», que los adolescentes y su necesidad de experimentar sobre su propio cuerpo y transgredir límites carece de una razón, sobre todo cuando reconocen que se les está mintiendo de forma explícita o se los está tomando por tontos. Una y otra vez, las autoridades educativas y de salud han preferido mentir antes que considerar a los jóvenes como gente capaz de oir y comprender. Más de uno recordará los videos de «Fleco y Male», donde la información que se daba a los televidentes era cualquier cosa salvo rigurosa científicamente. No hay peor forma de perder confianza de los jóvenes y desestimar los peligros reales del consumo que ocultar, mentir o exagenrar. Lo mismo ha pasado con la educación sexual historicamente. El silencio y la represión, lejos de alejar a los jóvenes del sexo y la «promiscuidad», sólo ha empeorado la calidad de sus experiencias, haciendolas potencialmente más peligrosas.
La droga, en si misma, no es destructora del tejido social. Para que la droga sea consumida, para que se produzca una adicción, es necesario un contexto, una psiquis que necesita atarse a una sustancia como forma de fuga o intensificación. Hay gente que «busca rendir más» para sus trabajos y consume cocaina, anfetaminas, nootrópicos o microdosis de psicodélicos; otros quieren olvidarse de todo y buscan drogas que produzcan una fuga, una alienación voluntaria como la heroina o el paco. Encontrar en la droga una especie de significación absoluta, demonizarla como si poseyera una voluntad negativa como un ser humano, es absurdo. Cabría preguntarse, por ejemplo, qué razones, además de la popularización de la música electrónica, llevaron a que el consumo de MDMA se disparara más de un 200 por ciento en los últimos años. ¿Por qué se hizo popular una sustancia que funciona como antidepresivo? ¿Por qué los jóvenes consumen más determinadas drogas y no otras? ¿Qué efectos se buscan? ¿Qué parece estar manifestandose como necesidad o falta?
Como los jóvenes no son tomados seriamente como interlocutores, desconocemos su mundo interno, sus deseos y sus problema. Frente a esa sordera tanto los medios como gran parte de los adultos necesitan transformarlos en una fuerza ciega, sin conscienia, fuerza autodestructiva sin razon visible.
¿Qué hay en casa?
¿Se preguntó cuantas cosas a su alcance son potencialmente mortales o pueden ser usadas de manera incorrecta perjudicando la salud? No digo sólo los objetos filosos o el toma corrientes. ¿Pegamento? ¿Solvente? ¿Nafta? Hay un grupo de adultos mayores de 40 que ya son adictos a las benzodiazepinas y que, muy probablemente, alcance la vejez con graves daños neurológicos. Una cantidad grande de paracetamol podría causarnos la muerte por falla hepática. Todo lo que nos rodea es potencialmente mortal, dependiendo de cómo lo usemos, de la información que tengamos, de cómo se encuentre nuestra psiquis en determinado momento.
Exteriorizar el problema y apuntar a las sustancias es esquivar el bulto. Siempre es más fácil buscar un enemigo externo antes que preguntar por qué se consume, qué estado psicológico, anímico, social induce la predisposición a un consumo problemático. Siempre es más fácil apuntar a una sola cosa que a la complejiad que supone analizar las fallas de un sistema que nos hace dependientes de cualquier producto o experiencia con tal de experimentar una efímera felicidad, eliminar el dolor y olvidar.