A 160 años de su nacimiento, «El Colegio» sigue siendo un referente en materia educativa. Es difícil rebatir los resultados, sobre todo al observar cómo se desenvuelven sus alumnos en el mundo universitario y los lugares en la sociedad que muchos han ocupado, ocupan y ocuparán. Sin embargo, para poder pensar las razones de esta particularidad, es necesario analizar la forma en la que la institución se vincula con el resto de la comunidad educativa, principalmente el rol del CIEEM, el curso de ingreso que se realiza cada año. En esta oportunidad, Alan Ojeda nos presenta una reflexión sobre las condiciones que hacen posible la supervivencia del prestigio educativo de esta emblemática institución. 

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El Colegio Nacional de Buenos Aires cumplió 160 años. Desde su creación, la institución ha ocupado un lugar privilegiado en la historia del país: cuna de próceres, escritores y políticos, han transitado sus pasillos desde ministros como Roberto Alemann a fundadores de Montoneros. A lo largo de sus años de vida, el Nacional sobrevivió a todos los vaivenes políticos y sociales del país, y al día de hoy mantiene una imagen ejemplar por la calidad de su enseñanza y los logros académicos de sus egresados. Esto último no es poco considerando que, a nivel nacional, los exámenes revelan cifras poco prometedoras en lo que refiere a habilidades básicas como matemática, escritura y comprensión lectora. El peso de la historia, de la tradición, se siente rápidamente al cruzar sus puertas. Quizá sea ese espíritu, esa presencia casi viva que año a año deciden encarnar y sostener sus docentes, lo que le haya permitido mantener, contra todo pronóstico, el lugar que aún ocupa en el imaginario argentino. Si hay algo que mantienen tanto los docentes y autoridades que trabajan en la institución, como las familias que deciden inscribir a sus hijxs, es la fe en que lo que sucede ahí es transformador, que la experiencia de atravesar sus aulas es trascendente y que ofrece también algo que pareciera ser cada vez más difícil de pensar para el argentino promedio: un futuro prometedor. La historia, la fe en la transformación que provoca la educación, la confianza de que la institución aún puede ofrecer esa experiencia y su lugar en la historia argentina permiten construir esa identidad duradera, permite que sea posible eso que sus ex alumnos llaman “El Colegio”. Ahora, sería interesante hacer algunas preguntas respecto a uno de los mecanismos que ha permitido mantener cierta homogeneidad del alumnado y, en consecuencia, la supervivencia de un sistema educativo altamente exigente que para funcionar no puede reparar en las problemáticas que enfrentan la mayoría de las instituciones educativas del país: el CIEEM o curso de ingreso.

              En el mes de abril comenzará el CIEEM, el curso de ingreso para el Colegio Nacional de Buenos Aires y la Escuela Superior de Comercio Carlos Pellegrini. Ambas instituciones son públicas y dependen de la Universidad de Buenos Aires, un vínculo no menor si pensamos en la reputación que sostiene la UBA alrededor del mundo y dentro de nuestro propio territorio. Mientras “la educación” está en boca de todos los políticos del país, se señala continuamente la falta de adaptación de las escuelas a las nuevas lógicas sociales, se promete mayor y mejor inversión, y se intenta revertir “la decadencia” de los resultados de los exámenes estandarizados, el Nacional avanza a paso firme, sosteniendo una educación que reivindica el valor y la eficiencia de una formación de carácter académico, incluso desde temprana edad. Para lograr ese cometido, para poder mantener una línea pedagógica hasta el día de hoy, no es posible trabajar como en otras escuelas, es por eso que el CIEEM cumple un rol fundamental: generar las condiciones base necesarias para que el alumnado sea capaz de afrontar el desafío intelectual que le depararán los próximos cinco años. A diferencia de lo que sucede en otras instituciones, donde lo que se realiza es un examen diagnóstico para saber en qué condiciones ingresa el alumno, las que pertenecen a la UBA se encargan de gestionar un curso nivelador con una serie de exámenes que determinará (dependiendo del puntaje y la línea de corte) quienes tendrán el privilegio de entrar y quienes no. Cabe resaltar el hecho de que el ingreso está determinado por un puntaje, pero que no surge de una serie de exámenes aislados, sino que corresponden a la evaluación de contenidos específicos que son abordados de manera sistemática cada sábado a lo largo del año. Son meses en los que cada aspirante le agrega un día más de estudio a su semana regular. Pese a que en el imaginario social el proceso se manifiesta como algo excesivamente complejo, lo cierto es que los temas que se tratan difícilmente exceden aquello que debería saberse al terminar la primaria, para abordar los temas que corresponden al nivel medio. Ni más ni menos. Sin embargo, aún con el curso de ingreso de por medio, muchas familias (las que pueden pagarlo) optan por enviar a sus hijos a cursos privados de lunes a viernes. Es decir, en algunos casos, para cumplir con la tarea de la escuela primaria que se requiere para ingresar se necesitan dos instancias de cursada más. También existen las clases de apoyo gratuitas y se ofrecen becas para quienes no puedan comprar los materiales para la cursada. Todo este recorrido, quizá demasiado prosaico y descriptivo, tiene un fin. Como se señaló anteriormente, el curso de ingreso supone una nivelación necesaria. En mayor o menor medida, la institución se asegura trabajar con un alumnado que posee conocimiento sobre una serie de contenidos, algo que implica, sin exagerar, suponer un “lenguaje común”, pero también un ritmo relativamente homogéneo de aprendizaje, eso que la especialista en Ciencias de la Educación, Flavia Terigi, denomina “cronologías de aprendizaje”.  Este concepto es clave, ya que lo que se le pide actualmente al docente es que, debido a la heterogeneidad de las trayectorias de la población educativa, sobre todo debido a los efectos que han tenido las crisis económicas cíclicas y la destrucción del tejido social que provocaron, sea capaz de contemplar en una misma aula “cronologías de aprendizaje” muy distintas, generalmente en un contexto en el que realizar esa tarea, que requiere mucho tiempo y dedicación particular, parece casi imposible (sueldos bajos, exceso de alumnos por aula, condiciones materiales deficientes y ausencia de recursos tecnológicos). Frente a esa precariedad, la mayoría de los docentes debe hacer uso principalmente de dos herramientas “vocación” e imaginación. Los resultados, mal que les pese a los pedagogos, sale a la vista. Los intentos por volver “más inclusiva” la escuela, al menos en términos conjeturales, no ha logrado producir ningún avance significativo. El docente, apabullado por la demanda que implica concentrarse en la abundante heterogeneidad de sus cursos, termina por no satisfacer ni la demanda de excelencia ni la de inclusión. El curso de ingreso nivelador y los exámenes, en cambio, reducen al mínimo esa problemática para los profesores.

              Incluso en el mejor de los casos, en una situación ideal en el que nuestra sociedad fuera extremadamente igualitaria y la educación primaria tuviera un nivel lo suficientemente alto como para que los aspirantes no tuvieran que realizar ningún curso nivelador, existiría un nivel inevitable de “exclusión”. Sin embrago, en una sociedad tan igualitaria sería posible pensar que, incluso una institución de las dimensiones del CNBA no gozaría de esa presencia casi mitológica que posee en la actualidad, porque no se estaría jugando allí lo mismo que se está jugando en el presente: un nivel educativo casi inalcanzable para el resto de las instituciones públicas y una gran parte de las privadas. Ahora, es innegable la voluntad democrática que implica poner a disposición de los inscriptos todas las herramientas que se puedan ofrecer para que la “competencia” que significan los exámenes sea lo más justa posible. De alguna manera, eso implica resignar lo menos posible las expectativas institucionales, pero promoviendo todo el apoyo que sea necesario para alcanzar los objetivos. No es suficiente con admirar y valorar el rol del CNBA en la formación de sus alumnos, es necesario pensar las claves de su éxito y ponerlas en discusión con aquello que proponen y teorizan las pedagogías de la actualidad. Una educación clásica, que no dista mucho de la que se daba en el s. XIX, con clara herencia iluminista, no está obsoleta, no produce sujetos acríticos ni poco preparados para el mundo actual. Si bien es posible pensar adaptaciones, nuevos sistemas y dinámicas áulicas, distintas formas para tratar los contenidos de manera integral, como sucede en otros sistema educativos del mundo, lo cierto es que esas son posibilidades y opciones disponibles de las que gozan, usualmente, paises donde las asimetría de las clases sociales no se manifiesta de forma tan extrema en lo que podríamos llamar “necesidades básicas”. Mover grandes estructuras, avanzar en conjunto, construir de forma organizada, requiere de un ritmo y coordinación. La armonía del ritmo hace posible que el movimiento sea ordenado. De lo contrario, los vaivenes poco armónicos empiezan a dificultar la coordinación, los errores comienzas a sumarse por ausencia de una clave organizativa, y la empresa colapsa. Derivar pura y exclusivamente la resolución de los problemas estructurales a las instituciones educativas es volverlas puras herramientas de contención de contingencias, de improvisación, al mismo tiempo que representa la resignación total de la política frente a las asimetrías e injusticias que construyen esas heterogeneidades. El Colegio Nacional de Buenos Aires es lo que es porque su trabajo ha sido realizar todo lo posible por buscar la inclusión en contextos adversos, pero sin bajar la vara.

              En una realidad cada vez más dinámica, no ofrecer las herramientas necesarias para que lxs jóvenes continúen con sus estudios con la mejor preparación posible, para que no recursen en la universidad, para que aprovechen al máximo la enseñanza superior y el resto de las etapas de sus vidas, es fundamental. Hablar sobre la eficiencia, en estos casos, no es la mera reproducción de un discurso servil al sistema. Se trata de generar las condiciones para que en el futuro lxs estudiantes sean capaces de llevar a cabo sus proyectos personales. Construir un sistema educativo eficiente, en el mejor de los sentidos, implica valorarlo como tal, respetar y optimizar el uso de nuestros recursos, hacer apuestas inteligentes y, sobre todo, no relegar a las instituciones que la conforman a una función puramente asistencialista y de contención. Pensar que los problemas actuales pueden solucionarse solamente con flexibilizaciones (no llevarse materias, no repitencia, menor exigencia académica, etc.) es en perjuicio de todos y en beneficio de nadie. Experiencias como las del curso de ingreso CIEEM, gracias al cual muchísimos alumnos logran mejorar su nivel y acceder a una educación de mejor calidad, debe pensarse no como un filtro, no como un capricho elitista, sino como la explicitación de que es difícil generar conocimiento, aprender y enseñar en contextos de extrema desigualdad y heterogeneidad radical. Para poder avanzar, siempre es necesario poder construir “lo común”.

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