Vehemencias. Escritura sobre los tonos y el volumen (Clara Beter, 2025) marca el cierre de un ciclo de escritura ensayística para Emiliano Scaricacittoli. El libro reúne más de veinte ensayos publicados en distintos medios gráficos y digitales a lo largo de veinte años. La antología funciona como punto final a dos décadas de escritura dedicadas a expandir el campo de batalla teórico y crítico de la sonosfera.

El libro, podríamos decir, tiene un eje visible y otro invisible. O, más específicamente: un lado exotérico y otro esotérico. El exotérico está explícito en el título: “los tonos y el volumen”. El esotérico, en cambio, es más íntimo. Atraviesa no solo la composición del libro, sino también la circulación de los afectos que lo hicieron posible, y que impregnan tanto la práctica de escritura como la experiencia con el objeto de estudio (ya sea un recital, un disco, un guitarrista o un poeta). Me refiero a los espacios que hacen habitable esa vehemencia, que la encauzan, e incluso fundan amistades y alianzas.

Es comprensible que, para la cultura palermosensible y para los arty deconstruidos de chacalermolegiales devenidos militantes de la ternura, la vehemencia —el tono elevado, esa forma de hablar y escribir que presenta un cuerpo tenso, con densidad y volumen— resulte casi una ofensa. Pero también lo es para cierta academia, que desde hace tiempo se ha transformado en guardiana de los buenos modales y la corrección política, al punto de parecer una extensión de lo que Mark Fisher llamaba “el castillo del vampiro”.

En ese sentido, Emiliano se ha mantenido fiel, a lo largo de los años, a la preservación de un tono y a la escritura como manifestación de una forma-de-vida. En su trabajo, la sintaxis, la textura y el ritmo no son meros recursos formales: son expresión verbal de una vitalidad, de una ecceidad. Y porque ese ritmo es una expresión pneumática —de las más íntimas— también hace posible todo lo demás: el amor, la amistad, la alianza, la comunidad. Es decir: en este caso, la vehemencia no es ni pose ni exageración; es una forma de habitar el mundo. Es, para decirlo glosando sabias palabras, la posición de un cuerpo en la voz. Pero eso es difícil de explicar para quien no conoce al autor ni ha compartido espacios donde, como en Lezama Lima, la coherencia entre lo escrito y lo oral es total.

Vuelvo a la hipótesis, que no pretende ser exhaustiva. Es apenas una intuición. El libro testimonia que todavía es posible construir comunidad alrededor de ciertos tonos que, hasta hace poco, parecían olvidados. Sobre todo cuando, con un espíritu alfonsinista, muchos demócratas de TikTok descubrieron que les habían copado la parada, que las convenciones que creían estables ya no tenían consenso, y que todo estaba a punto de pudrirse. Estupefactos e indefensos, con cara de perro al que se lo están cogiendo. Así quedaron.

Por suerte —aunque pocos— hay otros que todavía acarician lo áspero, no le esquivan al bulto y levantan el guante. Es decir: algunos que escriben porque no pueden hacer otra cosa, porque no pueden hacer mermar esa violencia constitutiva, plena de razón de ser, que desconoce el maniqueísmo «sensible/duro», porque saben que solo una potencia vital abierta al dolor y a la herida es capaz del amor y de la fidelidad más intensa. Emiliano es de esas personas. Lo prueba la amplitud que existe entre su texto sobre David Gilmour y el dedicado a Santiago Maldonado.

El tono como primer filtro.
El tono como primer elemento constitutivo de la amistad.
El tono como forma de la sinceridad.
El tono como ejercicio crítico.
El tono como pacto tácito.
El tono como compromiso ético.

Lo digo como alguien que lo conoció como profesor, pero también como colega. Y creo —si me detengo a pensarlo— que eso es precisamente lo que documenta este libro: aquello que selló, en los últimos años, una relación de amistad. También lo productivo que pueden ser las amistades cuando lo que se pone en juego es una potencia similar, formas-de-vida con direcciones complementarias.

El dato no es menor. El libro está cargado de pathos y ethos de amistad: SPERAC, GIIHMA, Mariano Pacheco, Gito Minore, Leo Sai, Laura Estrin, etc. Detrás de la vehemencia, delante de la vehemencia, en la vehemencia: el bosque. Los amigos, las editoriales, los proyectos colectivos.

De nuevo, incomprensible para una época que ha hecho de su imposibilidad —y de su cagazo— un imperativo moral. Que ha dicho: débil = bueno = tierno. Incomprensible, para esa gente, que detrás de quien escribe las páginas de este libro haya no solo un individuo, sino una comunidad. Y que lo común sea, entre otras cosas, una forma de darle cuerpo a la voz.

Volvemos, otra vez, a la hipótesis del principio: la amistad y el amor son formas de lo esotérico. Construyen lenguajes particulares, cerrados, sólo inteligibles para quienes habitan la experiencia. A la gilada, ni cabida.

Recuerdo que, en una de las reuniones del SPERAC, Emiliano dijo: “El objeto es esotérico. Al objeto lo tenemos adentro”. Eso quiere decir algo más: el tono como compromiso con el mundo, como eco de la experiencia de la realidad que nos atraviesa. Es, sobre todo, un compromiso con la experiencia. El efecto de volverse poroso frente a las cosas: un riff, un poema, una reunión entre amigos, una manifestación sindical, etc.

Por último, hay que pensar Vehemencias como una escritura de La Torre. No la banda de Patricia Sosa (aunque también diga “sólo quiero rock and roll”), sino del Arcano. Lo que se escribe mientras todo se prende fuego: “mi pelo, mi piano, mis discos / la ropa y el perro”. Una escritura del colapso, de la ruina inminente, de la crisis cultivada en el sedimento de la cultura desde la primavera kirchnerista hasta hoy.

Y mientras leemos y caemos, nos preguntamos: ¿y ahora qué?
En la caída no hay voz suave.
En el piso que nos espera no hay ternura.
Quizá solo quede cabecear el asfalto con fuerza.
Quizá la salida esté en caer tan hondo que no quede otra que atravesarlo.

Pero para eso, hay que aprender a acariciar lo áspero.

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