¿Por qué uno se dedicaría a la literatura? Podríamos decir que otras carreras gozan de una pragmática mucho más clara. Quien estudia ingeniería, química, física, incluso economía, parece encontrarse frente a un objeto definido, casi palpable. La relación de estos campos del saber con la realidad tienen, para el ojo común, una relación mesurable en éxito o fracaso. Un mal experimento, un error de cálculo, puede derivar en una tragedia: Chernobyl, una represa que se rompe, un químico potencialmente mortal, una crisis económica. Ahora, ¿qué pasa con la literatura? ¿Cuál es su aporte a la sociedad? Mejor aún: ¿Cuál es el aporte de aquellos que se dedican a pensar la literatura y a la crítica literaria? La respuesta tiene sus complicaciones, pero podríamos resumirla en una acción: enseñar a leer. ¿No es esta la acción que define nuestro éxito y fracaso en gran parte de nuestras acciones? Escribe Alan Ojeda.
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El sábado 11 de este mes se realizó el esperado debate Kohan vs Sartelli. Luego de un cruce a través de las redes, digno de programa de chimentos, ambos se encontraron en el aula 108 de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. A metros de la puerta del aula, un joven ¿estudiante? ¿militante? ¿ambas cosas? vendía pochoclos dulces a los asistentes. También había algunos stands de libros de Razón y Revolución, la editorial de Sartelli, y una mesa del PO que vendía sándwiches de miga y papas fritas. El aula estaba bastante llena y había cámaras filmando desde distintos ángulos. CEFyL transmitía en vivo desde Facebook Live. El eje del debate era «Los intelectuales ante la derrota de la revolución». La discusión prometía ser interesante, teniendo en cuenta, sobre todo, la posibilidad de una revisión de los problemas políticos y discursivos de la izquierda desde el siglo XXI. A simple vista, con mucho menos lujo y trascendencia popular, el debate parecía la versión local del debate Zizek vs Peterson que había tenido lugar en Canadá el mes anterior.
Lo que viene a continuación no es, necesariamente, una crónica del debate. Aquel que desee verlo, puede encontrarlo ya subido en las redes sociales y youtube (https://www.youtube.com/watch?v=cKycDaKN5tY). Lo que voy a intentar es recorrer, impulsado por algunas cuestiones presentadas durante el debate, algunos ejes que me parece necesario profundizar, darles un lugar más amplio, un desarrollo.
¿Problemas de lectura? La primera derrota.
Como señaló Baudrillard, la izquierda parece haber perdido aquello que alguna vez la caracterizó: la capacidad de tomar el poder. Es como si el juego democrático y liberal fuera un terreno imposible para la ortodoxia del marxismo. Cada vez que la izquierda realiza una intervención pública en algún medio de comunicación, se produce un efecto que bien podríamos denominar “Efecto Zamora”. ¿Qué significa esto? Luis Zamora, dirigente histórico de la izquierda, es, para un porcentaje alto de la población argentina que lo conoce, el símbolo absoluto de la honestidad e integridad política. Viaja en subte y en colectivo, vive de su trabajo y la gente lo saluda en la calle. No es extraño escuchar, cuando se nombra a Luis Zamora, a alguien que diga: “Ese es un tipo honesto”. Sin embargo, aún apoyando sus ideas y su práctica, el porcentaje de la población que está decidida a votarlo es mínima. ¿Por qué? En ese momento se revela aquello que podría darle la razón a Baudrillard. Las respuesta frente a la pregunta “¿Por qué no votás a la izquierda si crees que son honestos y están formados para realizar su trabajo?” es: “Porque no van a ganar” o “¿Te los imaginás gobernando un país? Mucho blablá, pero los quiero ver haciendo todo lo que dicen”. A simple vista, estos comentarios parecen no ser mucho más que pura doxa, sin embargo, esconden algo más. Ese tipo de discurso social revela, el menos en un primer nivel, la construcción imaginaria de una izquierda castrada, sin poder, incapaz de la victoria incluso antes de la lucha. En consecuencia, la población parece elegir en las urnas a aquellos candidatos que, para bien o para mal, parecen ser capaces de transformar la realidad.
¿A qué viene todo esto? Una de las acusaciones (¿injurias?) previas al debate la había realizado Sartelli en Facebook, que desacreditó el marxismo de Kohan por “posmoderno”. La acusación venía a cuentas de una entrevista que le habían realizado a Kohan en un programa de TV, en el que hablaba de los problemas de expresión oral del presidente Mauricio Macri. Frente a ese comentario, Sartelli replicó, básicamente, que, aún con esas dificultades expresivas, el presidente había logrado cambiar la realidad a través de las medidas económicas que había tomado. En ese momento ya se ponía en evidencia que el debate no iba a ser lo que se esperaba. Había algo en esa afirmación que, de manera inocente o deliberada, parecía estar ignorando todo un problema más que evidente: el presidente logró producir cambios profundos en la sociedad porque fue electo por más del 50% de los votantes, porque el discurso (¿relato?) de Cambiemos triunfó sobre el del Kirchnerismo, porque personas como Duran Barba leyeron la realidad lo suficientemente bien para crear un nombre que sintetice el espíritu del deseo de un porcentaje alto de la población (Cambiemos), un slogan sencillo que refuerce el imperativo (¡Si se puede!), y una posición discursiva que se abstraía de los modelos maniqueístas de la política argentina (cerrar la grieta). Es decir, desde un comienzo, a Sartelli se le estaba escapando el branding, la construcción discursiva del partido/coalición como una marca. Esa, quizá, haya sido y es la principal razón de la derrota de la izquierda desde hace, al menos, 30 años.
El problema de lectura se hizo totalmente evidente (igual que en Zizek vs Peterson) cuando, iniciado el debate, Sartelli comenzó a explicar por qué Martín Kohan era un “escritor de la derrota”. Con ese movimiento de polemista, mas no de estratega, se metió, sin escalas, en camisa de once varas. Antes de que soltara alguna palabra, no es raro pensar que el estudiante promedio de la carrera de Letras se estaba preguntando: “¿Cómo leerá Sartelli?”. No pasó mucho tiempo para responder esa pregunta: “Mal”. En pocos minutos Sartelli había desplegado el ABC de todo lo que NO se debe hacer: leer la literatura como un documento, confundir autor con narrador, decir que el autor es el que tiene la verdad sobre el texto (pero después cuestionar las lecturas que hacía Kohan de sus propios libros, desautorizándolo), proponer un deber-ser de la literatura a través de la cual poder funcionar como censor, obligar al texto a responder a sus categorías en vez de hacerse la pregunta más básica de la crítica literaria: ¿Cómo funciona este texto?. Algo similar había sucedido en el debate Zizek vs Peterson semanas atrás. Para comenzar, Peterson, acostumbrado a no tener un interlocutor en sus presentaciones públicas en teatros, donde despotrica sobre todas las expresiones del progresismo frente a un público que lo aplaude y adora como a un gurú, abrió el debate realizando un “análisis” del Manifiesto Comunista, tratando de exponer sus falencias argumentales. El problema era que Jordan Peterson, doctor en psicología clínica, se enfrentaba esta vez a Zizek, marxista, doctor en filosofía y en psicoanálisis. Peterson manejaba sólo una forma de lectura (quizá no la más indicada para realizar una crítica del Manifiesto Comunista) mientras Zizek manejaba, como mínimo, dos: materialismo dialéctico y psicoanálisis. Peterson leía en la izquierda y en el Manifiesto una actitud adolescente y pueril que se excusa de las responsabilidades individuales argumentando que los problemas no son suyos sino de todo el sistema, leía como si se encontrara frente al discurso de un paciente, de un individuo. No existe, en su análisis, un espacio para lo sistémico y lo macro. Peterson concluye, finalmente, diciendo que el fracaso de la izquierda en la política habría llevado al marxismo a refugiarse en diversas formas de resistencia a través de la de las minorías, construyendo un discurso victimizador y políticamente correcto. Si la hipótesis les suena, es porque también es la de Agustín Laje y Nicolás Márquez. Frente a esa idea, Zizek hace una pregunta que destruye ese “marxista de paja” en pocos segundos: “¿Dónde están los marxistas?”. Es decir, sin lucha de clases, sin materialismo histórico, sin discusión sobre la super-estructura y las condiciones materiales de existencia ¿Hay marxismo? Durante más de una hora, Peterson se había dedicado a pelear con un marxista imaginario, en vez de discutir con el marxista que estaba presente. Como mínimo, sintomático. En este sentido, Sartelli también había empezado mal. Decidió hablar de literatura, pero sin someterse a ninguna de sus estrategias de lectura. Lejos de acomodarse y repensar su posición, recomendó a los estudiantes de Letras cursar algunas materias de Historia (¿la suya?) para aprender a leer de verdad. Es decir, la literatura aparecía en su discurso como un puro epifenómeno, algo lateral, como también lo son para él el lenguaje y el discurso. Básicamente, como todo lo que no fuera análisis material de los procesos económicos. En ese sentido, la función de la novela parecía ser una sola: debía ser didáctica/moralizante como el Realismo socialista. La literatura no solo debía ser fiel a la realidad, sino que también tenía que funcionar como “modelo”. Ese modelo es, obviamente, el socialista. Kohan, entonces, era acusado frente a la inquisición del marxismo sartelliano como un escritor fallido. Las novelas de Kohan no respondían al deber-ser del realismo sartelliano y proponían un modelo fallido, de derrota y carente de épica. Porque eso era, según él, la literatura que valía la pena: realista, épica, moralizante, modélica. ¿A través de qué criterios realizaba ese juicio? Pura y exclusivamente los suyos. Es por eso que, en ese momento, estaba sentado ahí explicándole a Martín Kohan qué era literatura, qué debía ser, por qué el era un escritor del fracaso y por qué nosotros, estudiantes de Letras, leíamos mal. Mientras tanto, Kohan anotaba en su cuaderno. Cualquier persona que se interese o le guste discutir sabe que, en un debate, ser el primero en hablar puede ser desventajoso. ¿Sartelli lo habrá pensado? ¿O consideró que la verdad revelada no admite réplica? Lo que siguió a continuación fue, por parte de Kohan, una introducción a la teoría literaria y cómo se lee en la carrera de Letras. En pocas palabras defender cierta especificidad del uso literario del lenguaje que lo separa de su uso cotidiano. Acto seguido le aclaró a Sartelli, de manera sutil, que quizá estaba leyendo mal. Sus novelas no estaban escritas en clave realista, como consecuencia, si se leían en esa clave, la lectura iba a fallar. También aclaró que él estaba en contra de toda posición que partiera de la premisa: “Yo tengo la vendad, vení que te explico”. Dijo, también, que él no escribía para explicar, sino para cuestionar y comprender mejor. Es decir, la novela no es un género argumentativo, no tiene una tesis a comprobar que debe sostener a lo largo de la narración hasta llegar una conclusión. Tampoco es, como pensaba Stendhal durante el siglo XIX, un espejo al lado del camino. Explicó que, por suerte, no hay una única forma de escribir y que ésta fue cambiando a lo largo de la historia, algo que puede corroborarse empíricamente. No hubo caso. Parecía irónico, pero alguien dedicado a la Historia, como Sartelli, se empeñaba por afirmar una posición anacrónica y una realidad contra fáctica. ¿Su modelo de escritor? Emile Zola. ¿Su novela favorita? Germinal ¿Por qué? Porque la novela termina así: “Pero allí abajo también crecían los hombres, un ejército oscuro y vengador, que germinaba lentamente para quien sabe qué futuras cosechas, y cuyos gérmenes no tardarían en hacer estallar la tierra”. Es decir, porque la novela, pese al todo el derrotero de la clase obrera a lo largo de toda la narración, promete una futura revolución. Esperanza de revolución. ¿No es esa esperanza, casi cristiana, la que ha evitado la revolución y ha implicado su derrota antes de tiempo? Como dijo Nietzsche: “La esperanza es en realidad el peor de todos los males porque prolonga los suplicios del hombre”. Cualquiera diría que la esperanza es todo lo contrario de la revolución.
El poder de la literatura
En 2015, el escritor y crítico literario Carlos Gamerro publicó Facundo o Martín Fierro. El libro, recorre la literatura argentina desde sus orígenes con Echeverría hasta Saer y Fogwill. Sin embargo, la propuesta no es la de compilar una serie de lecturas heterogéneas, sino que esos análisis surgen de una premisa particular. En la introducción del libro, Gamerro dice:
Una curiosa convención ha resuelto que cada uno de los países en que la historia y sus azares ha dividido fugazmente la esfera tenga su libro clásico”, dice Borges en el prólogo de su antología El matrero (Buenos Aires, 1970), nos da a renglón seguido una lista de autores de tales ‘libros nacionales’, Shakespeare en Inglaterra, Goethe en Alemania, Cervantes en spaña, y concluye: “En lo que se refiere a nosotros, pienso que nuestra historia sería otra, y sería mejor, si hubiéramos elegido, a partir de este siglo, el Facundo y no el Martín Fierro”.
Esta postura crítica de Borges frente a la canonización del Martín Fierro, a la que también el contribuyó con sus cuentos y lecturas, comienza a repetirse en varios de sus textos publicados a partir de 1970. Salvo por ligeras alteraciones, la formula es la misma. La insistencia es notable. Pero, ¿qué está queriendo decir? La afirmación es contraintuitiva: otra hubiera sido la realidad si hubiéramos elegido el Facundo. Gamerro continúa:
La idea, aclaremos, no es originaria de Borges sino de Wilde (Oscar, no Eduardo): “La vida imita al arte”, propuso el irlandés —que según Borges siempre tenía razón— en “La decadencia de la mentira”. Comprenderla es fácil; lo difícil es pensar dentro de su límite. Porque esta idea cuestiona, o más bien pone de cabeza, la noción de la mímesis aristotélica, y con ella dos mil años de filosofía estética y, lo que es mucho más grave y difícil de digerir, nuestras más arraigadas nociones de sentido común. Porque la idea de que el arte es un reflejo o un espejo de la vida es la premisa, el supuesto de todo pensamiento sobre las artes, al menos de las llamadas miméticas (pueden quedar fuera la música y el arte abstracto).
Estamos, en este caso, en las antípodas de la lectura de Sartelli. Dejando de lado cualquier propuesta mimética, Gamerro apuesta por poner a la ficción en un lugar mucho más productivo. Ya no se trata de representar la realidad, de narrarla “tal cual es” (como si eso fuera posible), sino de dotar a la literatura de una potencia productiva. Si lo pensamos de esta manera, lejos de ser un epifenómeno, de cumplir un mero rol documental, la literatura cobra un rol fudamental en la construcción social y política. La literatura es un campo de batalla fértil para disputarse el poder y la construcción del imaginario de una nación. Lo mismo decía Voloshinov sobre el signo: “el signo es la arena de la lucha de clases”. ¿La política no conquista palabras antes de conquistar la realidad? En consecuencia, el lector, el crítico, tiene una responsabilidad al momento de canonizar una obra. No está eligiendo la manifestación del “ser nacional” sino que está construyendo las bases para su producción discursiva. En parte, ese problema ya lo había detectado Borges cuando refutó la idea de Lugones de transformar al Martín Fierro en un relato épico. Elevar al Martín Fierro al nivel de representación del ser nacional era problemático. ¿Qué tipo de valores se están poniendo en juego? ¿Qué parte se está exaltando? ¿La del gaucho matrero o la del gaucho dócil reconciliado con el Estado y la Iglesia? No es difícil identificar, desde un comienzo, que Fierro es un anti-héroe: fugitivo de la ley, borracho, con más de una muerte a cuestas. En este sentido, el caso argentino es paradigmático y, a simple vista, parece difícil encontrar una literatura nacional con un modelo equivalente. ¿Qué similitud hay entre el Cid y Fierro? El héroe de la épica, por definición, funciona como la condensación de las mejores características de la “raza”. No por nada, el monumento al Cid ubicado sobre la avenida Ángel Gallardo dice: “[…] encarnación del heroísmo y espíritu caballeresco de la raza”. Borges percibe el problema de elevar a emblema nacional a un gaucho matrero. El Martín Fierro, al menos la primera parte, se escribió para denunciar cómo las injusticias del estado podían transformar a un hombre en un delincuente. El Martín Fierro, dice Borges, pertenece a la basta tradición del siglo XIX: la novela. A diferencia de la épica, la novela no narra el destino de una nación, sino el de un individuo. Podríamos afirmar que, al menos en el pensamiento popular, triunfó la visión de Lugones. Son pocas las bocas que no reproducen la idea del gaucho heróico. La pregunta sería ¿Qué vemos ahí? ¿Nuestra fallida relación con el Estado y la ley? En 1946, con el peronismo al poder, Borges publica su ensayo “Nuestro pobre individualismo”, donde dice:
El argentino, a diferencia de los americanos del Norte y de casi todos los europeos, no se identifica con el Estado. Ello puede atribuirse a la circunstancia de que, en este país, los gobiernos suelen ser pésimos o al hecho general de que el Estado es una inconcebible abstracción; lo cierto es que el argentino es un individuo, no un ciudadano.
¿Dónde se justifica este discurso liberal sino en la relación traumática con el Estado que la literatura viene construyendo desde “El Matadero”, Martín Fierro y, en menor medida, en novelas como Amalia? La anomalía argentina (no podría afirmar que latinoamericana) se reproduce con el pasar de los años, por derecha e izquierda: contra el peronismo, contra la dictadura, contra la ineficiencia del estado en los 90´s y su explosión en la crisis del 2001, etc. Podríamos agregar a la lista varios autores: El juguete rabioso, Los siete locos, Los lanzallamas, Vivir afuera, Los pichiciegos, El guacho Martín Fierro, Los reventados y Respiración Artificial, sólo por nombrar algunas.
Me cuesta creer que la negación de este efecto de la literatura en el imaginario social sea otra cosa que miopía. La famosa tesis 11 sobre Fauerbach dice: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”. Sobre esta cita, Zizek dice en uno de sus videos de Big Think que, quizá, durante el siglo XX, tratamos de transformar el mundo demasiado rápido, y ahora es tiempo de sentarse a comprenderlo. Ciertamente, es difícil transformar lo que no se comprende.