En memoria de Oscar Blanco, músico, escritor y docente de Teoría II y III de la Universidad de Buenos Aires, Gito Minore, licenciado en filosofía, poeta y editor de Clara Beter, reflexiona sobre un vínculo atravesado por los libros y la música.

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Cuando me invitaron a escribir unas palabras para recordar a Oscar Blanco, lo primero que pensé fue ¿qué pensaría el propio homenajeado al enterarse de lo que estamos tramando? No pude evitar imaginar la cara que podría, acompañada de esa gestualidad tan suya, entre socarrona e irreverente, y caí en cuenta que, de seguro, se reiría de este emprendimiento, tan a contramano de sus ideas.

Admito que yo no fui alumno suyo, lo cual me va a poner en cierta desventaja a la hora de las hazañas. Hay muchísimas vivencias, de esas que transcurren en las aulas, de las que no fui partícipe, un motón de enseñanzas que me perdí, conocimientos de los que carezco. Eso quedará para la reflexión de aquellos que sí lo hicieron, los cuales, doy por descontado, tendrán mucha tela para cortar.

Mi relación con él estuvo atravesada por los libros, más precisamente, los libros de música. Un vínculo nacido de invitaciones mutuas, a nuestros respectivos encuentros, jornadas, mesas redondas, ferias del libro, que fueron construyendo, sino una amistad, al menos sí, una camaradería respetuosa que, con el correr de los años, se fue acentuando. Así expresado, puede sonar bastante aburrido y pacato, pero tengan en cuenta que el otro del vínculo era Oscar, así que pueden (o mejor dicho deben) sumarle al relato picardía, humor, chistes, y el extenso anecdotario de lo más variopinto que Blanco nos tenía acostumbrados a todos los que lo conocimos; todo eso regado por litros de cerveza helada.

Ahí tengo fijado el recuerdo, o al menos uno de ellos, el más cercano en el tiempo. Si bien dimos vueltas por distintas instituciones y centros culturales haciendo nuestras actividades, por algún motivo, su figura se me suele aparecer, sentada en un bar de Curapaligüe y Rivadavia, haciendo lo que muchas veces no tiene un valor específico en sí mismo, pero que en esta instancia se me vuelve transversal: conversar, de todo y nada. No fueron muchas veces, es cierto, pero fueron intensas. Encontrarnos en un bar de barrio para planificar con obsesión milimétrica, los proyectos que ambos sabíamos que estaban destinados al aborto; comentar los pormenores de lo que quedó trunco la vez anterior, sacarle el cuero a algún carón de  los que abundan en el gremio, hurgar en el chisme histórico, que a nadie importa y a nada aporta, más que una carcajada. En fin, pasar el rato, que después de todo, de eso se trata la vida. 

A ese momento, se le suma otro más alejado, casi prehistórico: el día que lo conocí. Si bien, como dije anteriormente, no fui alumno suyo, sí estudié en la misma facultad donde él trabajaba. En una de esas materias que hacemos más por su obligatoriedad que por el disfrute de cursarlas, nos habían consignado realizarle un reportaje a un profesor. Mi compañero Emiliano propuso el nombre de Oscar, y sin discutirlo mucho lo encaramos. También fue en un bar, pero de la calle Puán. Allí se presentó y de inmediato le disparamos el cuestionario, el cual contestó con su irreverencia habitual. Por algún motivo, una de esas respuestas me quedó grabada. La pregunta era una pavada: “¿Cómo prepara sus clases?”. La explicación fue a su medida. Distendiéndose sobre la silla, y gesticulando con la mano, cual Charly García de la carrera de Letras, arrojó: “Yo no preparo mis clases ¿qué es eso? Yo vengo al bar, con unos cuantos libros y leo. Leo, leo, leo bocha, pero de cualquier cosa. Historia, Geografía, Filosofía, un libro que me gusta. Pero nada vinculado a la asignatura. Y cuando se hace la hora entro al aula”.

Como la segunda parte de la consigna era hacer una observación de su trabajo, fuimos a su clase. El resto es fácil imaginarse para aquellos que sí cursaron su materia. Se metió en el salón y no paró de hablar por dos horas, yendo y viniendo de un tema a otro, entrelazándolos con diversas cuestiones, aparentemente sin sentido, construyendo puentes entre tema y tema, dando cuenta de “una vitalidad desbordante”, tal como opinaba Elías Castelnuovo sobre Roberto Arlt.

Esa metodología de “licuadora”, de meter de todo un poco en la coctelera y batirla hasta que salga magia, siempre me pareció fascinante, y muy propia de él.

Podría contar varias anécdotas más, pero prefiero frenar acá. Creo que con esos dos highlights bastan para pintarlo, o al menos para bocetarlo: un soñador que delineaba estrafalarios proyectos en servilletas de bar y un apasionado que podía llevar adelante una clases de Literatura en una de las universidades más prestigiosas del mundo: la U.B.A.

La muerte de algún ser querido, sea por los lazos de sangre, o los que construimos socialmente (como en este caso), siempre viene acompañada de algún recuerdo motor que dinamiza los sentimiento que nos despertó en vida. No voy a negarlo: a mí me produjo una sonrisa.

 Es cierto, cuando me invitaron a escribir unas palabras en su memoria, lo primero que pensé fue que el propio Oscar al enterarse que le estamos rindiendo un homenaje, se mataría de la risa por lo ridículo y hasta bizarro que le parecería. Y, por eso mismo lo hice. ¿Qué mejor manera que recordarlo riendo?

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