Alberto Laiseca es y fue un personaje tan inclasificable como la literatura que produjo. Al límite o como límite de cualquier sistema clasificatorio podríamos denominarlo, y él habría estado de acuerdo, un monstruo. Él fue un exceso de la literatura que desbordó sobre la vida y que borró fronteras entre el delirio y la «realidad», donde autobiografía, magia, guerras y prostitutas zombies habitaban tanto Haití como las calles del microcentro porteño. En esta oportunidad, Agustín Conde de Boeck, Doctor en Letras por la Universidad Nacional de Córdoba y becario del Conicet nos presenta un recorrido por el monstruo y su obra, que son, en definitiva, una misma cosa.

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El Conde de la Laguna, autor de esta Edda tecnócrata, ya puesto definitivamente «en saga» (a la Sibelius), mientras cruza «en su fuerte trineo por los hielos de la triste Pohjola» de los sorias, se limita a recordarle al lector que los datos esotéricos aparecidos en esta obra son el producto de la lectura de cientos de libros de magia («serios» y «no serios») que consultó. Ello no significa que salga como fiador de tales hechos. O sí.
Alberto Laiseca, Los sorias
–Pero ¿qué tiene que pasar exactamente para saber que uno ha encontrado su voz?
–Es como una especie de sinceridad. Vos sentís que eso que escribiste es cierto. De alguna manera, sentís que es cierto –aunque no sea literal– y que lo estás diciendo de la manera correcta. Es la voz de tu inconsciente. No sé explicarlo mejor. Hay mucho vudú en esto.
Felipe Polleri (entrevista de Rubén Arribas, 2020)
Es preciso creer en el arte como en un acto mágico, el más puro «tótem». Es el gran misterio. Es el secreto inexplicable.
Vicente Huidobro, Estética

No puede ya dudarse de que en tiempos de posautonomía, la logística de una textualidad soberana habilita campos estratégicos: una desliteraturización del poder escópico ensombrece tanto la línea de fuego de las autopoéticas tardo-posmodernistas como la preeminencia monótona de las textualidades “transparentes” que fabrican realidad con cotidianeidades egoicas relativamente estetizadas; caído el mundo bipolar, el “valor literario” queda inhabilitado en el sentir-ver-hacer de la literatura y prefiere verbalizar sus tensiones en términos de una retro-subversión emancipadora que sólo viene a ratificar la necesidad larval y vicaria de una post-crítica.

Todo lo dicho anteriormente, está escrito para no entenderse. Porque, como diría Laiseca, “no hay nada más hermoso, fino y bello, creo, que cargosear al oyente con una frase larga e inútil”.

Hablamos de Alberto Laiseca: el Borges de la literatura, el ejército de un solo hombre, creador del “realismo delirante” y autor de una novela total erigida con las dimensiones y sortilegios con que fueron levantados los monumentos de los faraones y de los emperadores chinos. Esta novela mítica, extensa como una enciclopedia marciana, se titula Los sorias: cima y sima de la literatura humana, cénit y nadir, alfa y omega. Un fractal, un gúgol, una summa, una Gesamtkunstwerk plena de Weltanschauung.

En su momento, esta colosal obra destinada, aparentemente, a la eterna impublicabilidad, fue sacralizada por Ricardo Piglia, César Aira y Fogwill. Era la obra maestra oculta y su autor había llegado de provincias en los años sesenta. Nucleado con el borde más periférico de la bohemia del bar Moderno, monolingüe y ajeno a los medios de producción de la academia o del periodismo cultural, ensimismado y peregrino, con sus casi dos metros de estatura y su bigote nietzscheano, Laiseca se convirtió en una suerte de animal mágico del ambiente literario porteño. Los escritores iban haciendo carrera y compitiendo entre sí por las migajas del plato: Laiseca, sentado al margen como un faquir, aguardó pacientemente mientras escribía en la precariedad de viejas piezas de pensión y mantenido por trabajos pedestres. Aunque en su pueblo era hijo de un médico y llegó a estudiar algunos años ingeniería, buscó derrapar como un verdadero discípulo de la vida misma: se hizo peón de cosecha en diversas provincias y, ya en Buenos Aires, trabajó de ordenanza y luego de empleado de telefónica, de esos que se suben a los postes de teléfono. Desde allí, como un gigante haciendo equilibrio en la copa de un árbol, podía hacer llamadas gratis. Aprovechaba entonces para leerles por teléfono pasajes larguísimos de su novela a sus abnegados amigos. O si no iba de mesa en mesa en el bar Moderno, acosando parroquianos para leerles fragmentos de su grimorio descomunal, su obra maestra inédita e impublicable. Donde otros se conformaban con charlar, Laiseca mendigaba lectores. Algunos lo veían como un pesado, no más estrafalario que otros ejemplares de la fauna artística que pululaba por allí, pero otros, más perspicaces, percibían la genialidad larval de la que estaba nimbado. Megalómano, Laiseca parecía decir lo que Habacuc: “contemplen y asómbrense, porque Yo haré una obra en esta época, que aun cuando se las contaran, no lo podrían creer”. Una genialidad todavía en ciernes, obstruida por testarudas obsesiones. Entre otros caprichos maniáticos, envió una carta a Lyndon Johnson para que se le permitiera alistarse en el ejército norteamericano: quería ir a Vietnam. Por suerte para la historia de la humanidad (porque con Laiseca en sus filas, no cabe duda de que el ejército yanqui su hubiera sumado otro poroto a su itinerario de jactancias militares), ni le contestaron. Es más, la carta no debió siquiera haber salido del país. Pero el hecho de que Laiseca haya tenido la voluntad de combatir en Vietnam es muestra suficiente del desborde de su energía libidinal y del peso indiscutible que tenía en su mente el imaginario bélico. Sólo la figura de un maestro pudo obligarlo a poner en peligro su comodidad, realizar un trabajo interior y anular la esquizofrenia: el artista Ithacar Jalí. Sólo pensando en la discipularidad gurdjeffiana de Néstor Sánchez o reconstruyendo el encadilamiento ocultista y pseudocientífico de los años sesenta podemos llegar a vislumbrar el espesor de los ejercicios psicológicos y espirituales con que Jalí habrá entrenado a Laiseca. Todo esto es historia secreta.

Laiseca concibió Los sorias en diez años, entre 1972 y 1982. Al finalizarla, debió esperar casi quince para que se publicara, recién en 1998. Algunos amigos le recomendaban cortarla un poco para facilitar su publicación. Él los tildaba de plebeyos, de profanos, y se retiraba ofendido y furibundo. Es más, debieron convencerlo de publicar. En orgullosa soledad arltiana, Laiseca ejercía una escritura casi privada. Los ambientes literarios y las editoriales estaban, según su atípica visión, contaminadas de sindicalismo, y él tenía un odio obsesivo por el sindicalismo, una de las expresiones sinárquicas del Anti-ser (es más, hasta el día de hoy se mantiene inédita una primera novela, anterior a Los sorias, titulada Sindicalia o la fuente de la eterna anti-juventud). Ya persuadido de publicar, en parte por influjo de Osvaldo Soriano, fue haciendo conocer obras más breves que configuraban retazos o desprendimientos de ese universo creado en su opera magna: así, apareció el policial chasco Su turno, los trece cuentos de Matando enanos a garrotazos (quizás desgajados originalmente de Los sorias), la novelita Aventuras de un novelista atonal, casi una miniatura (o, según Piglia, “prólogo secreto”) de la novela mayor, sus Poemas chinos, celebrados tanto por neobarrocos como por objetivistas, sus novelas “exóticas” La hija de Kheops y La mujer en la muralla, con las que atrajo la atención de los jóvenes escritores de post-dictadura nucleados en torno a Babel, quienes ensalzaron su condición de “raro” inasimilable (aunque ningún encomiasta se atrevió a imitar esa ambición sacrificial que ostentaba Laiseca); el ensayo descalabrado Por favor, ¡plágienme!, donde imparte su doctrina delirante sobre la creación artística y, finalmente, una descomunal novela titulada El jardín de las máquinas parlantes, su otra gran novela, exposición total de su fascinación por el esoterismo y, en cierto modo, homenaje secreto tanto a su maestro espiritual, Jalí, como a la figura inclasificable de su fallecido amigo de juventud, el escritor Marcelo Fox…

Fox: puro genio, intoxicado de decadentismos, practicante furibundo del malditismo y el humor negro. Hundido hasta el cuello en sus propias supersticiones e infamias, murió a los treinta años, en 1972, en un enigmático accidente: decapitado por un tren. Fox y Laiseca, embelesados por el ocultismo nazi y obsedidos por imágenes de un fuego destructor, fueron, en su momento, discípulos del sibilino Jalí[1]. En cierto modo, puede decirse que, desde el punto de vista de la salvación, allí donde Fox se hundió, Laiseca logró salir a flote.

A partir de la experiencia de esos primeros años, quedará asentado el drama esencial de la escritura de Laiseca, la estructura profunda y relacional con que concibe todo arco narrativo: un maestro esotérico que intenta humanizar a un discípulo que, a su vez, se encuentra deshumanizado por delirios autodestructivos y ególatras. Para Laiseca, volverse mago y artista es una y la misma cosa. Todo en su obra apunta a ejercer un magisterio, a reproducir, en el vínculo con sus lectores, el magisterio que recibió de Ithacar Jalí. La salvación y humanización para no caer en el nihilismo total. La literatura, para Laiseca, debe expresar una cosmovisión, debe fundar una nueva metafísica, que incluya lo mágico, lo humano y “el problema de que el Anti-ser existe y es una realidad muy seria”. Una literatura que formule un magisterio, donde el autor se erija en maestro y el lector en discípulo. Una literatura que formule un teoanálisis que cure las causas metafísicas de las manijas, su bagaje de teopatías o teologías enfermas que perturban la psiquis con bloqueos e inhibiciones. Una literatura que encuentre en el delirio creador (no el delirio patafísico, degenerado y chasco de las drogas alucinatorias, sino el delirio ontológico y trascendente) un camino Mozart (sí, Laiseca usa Mozart como adjetivo; es lo artísticamente elevado, lo que tiene genio).

En 1998, la editorial Simurg asumió el riesgo de parir ese monstruo titánico de más de mil páginas que Laiseca tenía cajoneado como un talismán que daba sentido a toda su concepción del arte. El universo de Los sorias nos habla de un cosmos donde nuestra realidad conocida ha sido alterada espacio-temporalmente por el Anti-ser. Toda la novela se sustenta en las paranoias de la Guerra Fría, el botón rojo y la inminencia de una tercera guerra, total y final, después de la cual una cuarta ya sería con palos y piedras. Todas las obras delirantes de Laiseca despliegan grandes distopías fascistas de control social protagonizadas por figurones esperpénticos que satirizan la figura arquetípica del Gran Dictador. El devenir de sus novelas, erigido sobre exuberantes ambiciones de totalidad y de erudición descalabrada, coloca a estos infames tiranos en la vía de una paulatina humanización.

Los sorias, núcleo de toda su escritura, exhibe de forma macro y micro una guerra total en los planos cósmico, político y psíquico: guerras mágicas entre potencias apócrifas que teologizan lo mental y formulan una conflagración última entre el Ser y el Anti-ser. El delirio es utilizado aquí como método para distorsionar la realidad, agrandar lo pequeño o achicar lo grande, y alcanzar así la visión iluminada de lo Real. Guerra, sexo y magia: he aquí los instrumentos y recurrencias de su mente. Una coreografía entre cada una de estas piezas va armando el ajedrez de su proyecto creador. Su carcajada de gigante resuena en cada movimiento hasta el jaque mate final.

Tras la publicación de Los sorias, Laiseca escribió otras obras que orbitan esa misma diseminación de su heterocósmica autoficcional: El gusano máximo de la vida misma, Las aventuras del profesor Eusebio Filigranati, Las cuatro Torres de Babel, En sueños he llorado, Beber en rojo, entre otras. Hacia el final de su vida, publicó una pequeña novelita titulada La puerta del viento: un premio consuelo para quienes habían aguardado durante años su prometida y siempre aplazada novela sobre Vietnam. Su escritura también se expandió hacia el viraje actoral: en los cortos televisivos de I-Sat, donde relataba cuentos de terror con una maestría teatral inconcebible, en Cupido TV, donde repartió consejos amorosos a diestra y siniestra (especialmente a siniestra), o en las películas de Mariano Cohn y Gastón Duprat, cuyo proyecto cinematográfico arrancó con un pie colocado en la actitud de culto hacia la figura de Laiseca.

Murió en 2016. Yo estaba por publicar El Monstruo del delirio (Buenos Aires: La Docta Ignorancia, 2017), una especie de tributo, todavía algo acartonado por deformaciones profesionales, pero lleno de auténtica y cándida admiración (parte de esta candidez se nota en que hice en quinientas y pico de páginas lo que podría y debería haber hecho en cien). Mi único orgullo era que era el primer libro que se publicaría sobre Laiseca (no el primero que se escribía: la tesis de Hernán Bergara es previa y, todo sea dicho, ampliamente superior). Mi libro estaba en prensa cuando supe la noticia, de modo que incluí esta pequeña dedicatoria:

Precisamente mientras realizaba la revisión final de este libro antes de su publicación, me enteré del fallecimiento de Laiseca, un 22 de diciembre de 2016. No podré llevarle una copia, como era mi deseo desde hace varios años. Y aunque entiendo que para él, que gustaba de decir que “el Paraíso terrenal es hoy”, no habrá tras la muerte esa borgeana contemplación de los arquetipos y esplendores (Laiseca hubiera tachado y cambiado por “tetas y cerveza”), confío en que ese “gigante que jugaba como un niño con las letras” (como bien dijo Antonia Torrebruna en uno de los tantos homenajes que han aparecido en la prensa cultural) estará en estos momentos bebiendo hidromiel hasta hartarse en los salones del Valhalla, donde se reúnen los héroes y dioses legendarios caídos en batalla. Porque Laiseca no murió retirado, sino en plena batalla, y por ello me gusta pensar que nuestro Monstruo, tal como se relata en un antiguo poema nórdico, dirá al llegar allí: “aquí me esperan los héroes que vienen del mundo, algunos muy grandes, por lo que mi corazón se alegra”.

La salvación por el delirio

En un taller para leer Los sorias que comencé a dictar en abril de este año, pude percibir la experiencia radical y del borde que implica acercarse colectivamente a una obra de tales dimensiones, inagotable, en expansión constante hacia fuera y, a la vez, en permanente repliegue hacia adentro. La lectura avanza sobre esas casi mil cuatrocientas páginas que, alternativamente, de una frase a la otra, asfixian al lector o le otorgan iluminaciones desconcertantes que alimentan la risa y el miedo; páginas que pendulan entre la continuidad clásica y una discontinuidad episódica, rayana en la más desaforada experimentación… Una novela que puede ser leída como quien lee Ubú rey, Eumeswil, La guerra de las salamandras, Los siete locos o Megafón o la guerra y que, a la vez, al modo de la lógica del Kafka borgeano, no deja de crear a sus propios precursores: luego de pasar por Los sorias, leeremos, sin poder evitarlo, a un Alfred Jarry, a un Ernst Jünger, a un Karel Capek, a un Roberto Arlt o a un Leopoldo Marechal como si fueran manifestaciones pre-laisequeanas, como augurios del Monstruo a venir. ¡Qué laisequeano es, por ejemplo, el capítulo sobre los delirios del Astrólogo en Los siete locos! ¡Cómo se nota la influencia de Laiseca en Arlt!

Detrás de todo este despliegue, la obra de Laiseca plantea una concepción sagrada y mágica del arte. Con su relación entre psique y materia, su cosmovisión gnóstica y arquetípica, sus proyecciones astrales, premoniciones, individuaciones, esoterismos, sincronicidades y teologías, podría leerse la mitología del realismo delirante de Laiseca como un eco expresionista de la psicología analítica de Carl Jung (acá ya no hablamos de influencia sino más bien de mis propias ganas de leer jungueanamente a Laiseca…). Y, asimismo, la idea de cura, pensada en términos de humanización, es prácticamente la finalidad de todo su programa. El delirio artístico como sanación y optimización del espíritu, como defensa y arma contra las energías “chichis” de los demás (otro término del Laisecolexicón: en principio, “chichi” significa “mala persona”, pero su sentido se extiende a toda manifestación irradiada por el Anti-ser).

Las novelas de Laiseca, su sistema, esa constelación que orbita alrededor de Los sorias, elaboran un inventario de objetos mágicos, un diccionario de términos esotéricos, un manual de magia, un arte de la guerra, pero todo confluye en la cuestión de la psiquis de los personajes y en la dignidad ontológica de su ser:

Una novela al fin de la cual el lector, pese a todo, no se diga: «Esto lo soñó el personaje central», sino: «Ésta es una realidad, sucedió, los personajes viven y mueren en este libro, no hay símbolos que los ensucien. Se respetó su sangre».

Se habla de fuerzas destructivas y oscuras, que devienen del Anti-ser. Toda una sinarquía (compuesta por esoteristas chichis, sorias y comunistas, sindicalistas y fanáticos religiosos de diversas sectas) cuya fuente de energía es el Anti-ser. En la vereda de enfrente, el Ser, la potencia de todo lo que busca persistir en su existencia, la vida misma, el mundo real, el crecimiento espiritual. Laiseca habla de plano astral, mudras, exorcismos de desenganche, bloqueos, blindajes, desgastes, registros acásicos y archivos blindados. Todo un plano expansivo de guerras mágicas e invisibles, de batallas entre energías psíquicas, de estudios ocultistas para perjudicar o proteger, de sociedades secretas esotéricas cuyos miembros merodean por la ciudad y van disfrazados de civiles, usando a los inocentes transeúntes como conejillos de indias para practicar sus hechizos maliciosos.

Podría decirse que toda la obra desmesurada de Laiseca, con su extraño lenguaje (“el solitario habla raro”, decía Arlt), sus brujerías, sus teorías demenciadas, sus chistes verdes y negros, sus máquinas a las que les coloca hasta el último tornillo de su ingeniería, se organiza en torno a una idea cardinal de magisterio: el delirio salva. “El delirio es la cosa en sí”, dirá en Los sorias. Todo “lo que no es exagerado no vive”. O bien, sólo lo exagerado no muere. El arte debe ser la exploración última de ese delirio salvador, ya que “el arte sirve para que funcione todo lo otro”, es el sustento ontológico del universo, los pilares de la tierra, el elefante sobre el que reposa el mundo.

En este sentido, la obra de Laiseca se proyecta más allá de la literatura entendida en un sentido cultural, y se asimila a ideas más amplias de sacralidad, espiritualidad y primitivismo. No olvidemos que Laiseca comenzó a pensar el sentido de su escritura en los años sesenta: la literatura, en tanto expresión complaciente de la burguesía, se vuelve insuficiente; es necesario destruirla y rearmarla en base a los tesoros mitológicos y religiosos venidos de Oriente, y en base a las ideas desaforadas de un cercano apocalipsis donde el valor esencial del hombre será reclamado. Para Laiseca, siempre estamos parados sobre un negro horóscopo, ya que estamos precisamente ante la inminencia de una guerra purificadora y destructiva que nos dirá de una vez y para siempre quién es quién. Su primer cuento publicado, “Mi mujer”, arranca con la frase: “¿Queréis la guerra total?”. No es una pregunta. Es una amenaza. Mejor aún: una profecía inaugural. Se profetiza a sí mismo.

La hipergrafía

Sabemos que la locura siempre fue productiva, incluso un verdadero capital simbólico, dentro del mundo del arte. La bohemia porteña de los sesenta por donde circuló Laiseca, ese microclima fecundo en mufados, beatniks y tereapeutas a la violeta tan propio de la Manzana Loca y del Bar Moderno, cedió plenamente a esta superstición: la pose, hacerse el loco, llegar a ser loco, explotar y optimizar la locura (Pizarnik se perdió en el laberinto de aplausos que su generación le consagró a sus desequilibrios y depresiones: “Alejandrísima”, decía Cortázar, y la volvían más loca). La psicosis, en tiempos de resaca surrealista, era considerada el más puro y fino maná…

Imposible entonces no invocar la figura de Henry Darger.

Mientras Kerouac y Ginsberg ejercían sus pases de malditismo Zen y arribaban a impostados satori, allí estaba Darger, ajeno a todo, dando, sin saberlo, una saturnina lección de autenticidad.

Convertido post mortem en prócer supremo del art brut, Darger cruza simbólicamente más de un aspecto biográfico con Laiseca. Un parentesco, una afinidad de estirpe. Darger es, quizás, la versión puramente marginal de Laiseca, o bien lo que el sistema de valores norteamericano hace con una personalidad extraña y anómala como la de Lai. Darger, casi un croto mágico de la Tecnocracia yanqui, pasó su infancia en un psiquiátrico. De adulto, vivió completamente solo, aislado, taciturno, disimulado en un oscuro trabajo como ordenanza. Pero su vida interior era exuberante y anómala: recortaba figuras de papel de las revistas, imágenes de niñas, y armaba con ellas una serie de collages para ilustrar su titánica novela. Una escritura completamente íntima, privada, no pensada para ser publicada sino más bien hecha para consumo de un solo lector: su propio escritor. Una novela de más de quince mil páginas, titulada En los reinos de lo irreal. Erigido en una suerte de guardián entre el centeno, Darger escribió una apología alegórica de la infancia maltratada e imaginó una mitología bélica: las siete princesas Vivian de la nación cristiana de Abbieannia combaten la esclavitud infantil que promulgan los temibles caudillos glandelinianos. Niñas versus hombres. A veces estos adultos secuestran pequeñas y las torturan. Abunda el cruce entre batallas heroicas y martirologios truculentos, pero la atmósfera de la escritura de Darger es la del cuento de hadas. Las niñas, tal como las ilustra, están siempre desnudas, pero, quién sabe por qué, aparecen dibujadas con un pequeño sexo masculino entre las piernas, transexualidadas como por un arte de androginia purificadora.

Monstruos, Darger y Lai conversaban consigo mismos, iracundos, dando vueltas en solitarias piezas de pensión, fantaseando con detentar un poder expansivo (parientes ambos, en este aspecto, del arltiano Saverio el cruel). Ambos, de forma más o menos voluntaria, más o menos planificada, ponen en escena la “palabra psicótica”: esa resistencia total contra la representación esclerotizada de la realidad que Foucault percibía como una potencia en Nietzsche, en Sade, en Artaud. La palabra al margen, ilimitada, desarticulada, que parece ejercer una transgresión total.

Diagnostiquemos que, como Darger, Laiseca “padecía” hipergrafía, el síndrome de la escritura compulsiva: la necesidad de escribir constantemente, en grandes cantidades, en cualquier superficie, incluso en un trozo de servilleta (Laiseca, en los años sesenta, escribía en los grasientos papeles que le regalaban en las pizzerías del centro porteño, y ataba sus páginas con hilo sisal). Enferma de escritura, por momentos Los sorias se vuelve una escritura íntima, personal, y el autor derrapa en páginas y páginas de descripciones bélicas donde el lector más atento se pierde. En el centro de la novela, encontramos esos capítulos de guerra total que «horadan la paciencia del lector», como decía Fogwill. Aquí parece que Laiseca escribe solo, de espaldas al lector, jugando su «juego de las figuritas» (de chico era su juego preferido: cortaba personajes de revistas, dargerianamente, y armaba batallas interminables; las madres de los otros chicos del pueblo no los dejaban juntarse con él). De repente, en este núcleo bélico de Los sorias, una isla de casi cien páginas, no hay casi humor, no hay estética, no hay prácticamente desarrollo de personajes. En páginas y páginas y páginas, sólo hay descripciones secas y pormenorizadas de batallas: estrategias, avanzadas y retiradas, armamento, toponimias de un mapa que apenas entrevemos, triunfos o derrotas que no sentimos como tales. En la guerra total, Los sorias deja de ser literatura y comienza a ser otra cosa. Es una escritura íntima que nosotros espiamos. Laiseca está describiendo una guerra con pelos y señales, y casi resulta imposible seguirlo. Y es aquí cuando entendemos que esa guerra ocurre en el teatro de su mente, es la guerra psíquica, y tiene para él la mayor importancia. Esas páginas deben leerse no con hastío, sino con pudor y respeto: estamos en el corazón del cerebro de Laiseca, si eso es posible. Es una guerra privada (podríamos decir, como Pablo Farrés, es una “pequeña guerra inútil”). En este sentido, Los sorias es un psicoide: como objeto plenamente engendrado por una psiquis, la novela adquiere en su estructura interior una extraordinaria semejanza con una mente. Los sorias parece replicar un cerebro. Piensa por sí misma, como el océano neural de Solaris.

Quienes escucharon a Laiseca hablar sobre batallas, sobre honor, sobre el arte de la estrategia, pueden dar fe del estado de ánimo que exhibía cuando encarnaba esa faceta de cronista de guerras: la seriedad de quien ha encontrado en lo bélico un modo simbólico de humanizarse.

Darger sucumbió a la soledad (“lo que no intercambia, muere”, diría Laiseca[2]). Fox sucumbió a la infamia. Otros tantos se sumergieron también en el corazón de las tinieblas y volvieron desdentados, torcidos, decapitados: Artaud, Burroughs, Néstor Sánchez, Fijman. Laiseca, en cambio, encontró un método, alcanzó el rubedo alquímico y, ya todo de oro, logró pasar intocado por entre las llamas.

Burroughs, Jodorowsky, Artaud… dentro de qué estirpe de locoides podemos pensar la psicomagia laisequeana

Laiseca dice en Los sorias: “a mí me fascinan las edades legendarias tenebrosas y sus alucinaciones”. Películas de los sesenta y setenta como el Satyricón de Fellini, Medea de Pasolini o La montaña sagrada de Jodorowsky son, sin duda, el único modelo estético con el cual se podría pensar una transposición cinematográfica del mundo laisequeano. Los sorias, que da vueltas sobre un universo alterado donde la guerra total de los hombres participa ontológicamente de la conflagración cósmica entre Ser y Anti-ser, posee una estructura que sólo podría describirse citando El topo de Jodorowsky: “El desierto es circular. Para encontrar a los cuatro maestros tendremos que viajar en espiral”[3]. Como en la espiral, el lector avanza por discontinuidad y se vuelve a encontrar una y otra vez en un mismo punto, pero en diferente nivel, cada vez más cerca de un núcleo. La hélice se aproxima crecientemente a un estallido épico, arrastrado por una fuerza centrípeta.

William S. Burroughs consideraba que su escritura lo ayudaba a exorcizarse en contra de una posible posesión diabólica a manos de cierto Espíritu Maligno. Consultado al respecto de tal concepción, confirmaba que su creencia estaba más cerca de las supersticiones medievales, de carácter literal, que de una expresión metafórica. En un mismo plano, Laiseca se declaraba politeísta, pagano, y afirmaba creer a rajatabla en la lucha ontológica y maniquea entre el Ser y el Anti-ser… más allá de toda metáfora. Cuando le preguntaban por el Anti-ser, Laiseca afirmaba que era mejor no hablar a la ligera de esos temas.

Indudablemente, Laiseca hubiera estado entre los pocos que se entusiasmaron ante Heliogábalo en su ingreso a Roma: el emperador-sacerdote que repone, en el descreído imperio, el culto caótico de los antiguos dioses del placer. Si, por un lado, el gobernante manijeado de Los sorias presenta los atributos del poder desmedido y absurdo de Ubú rey, esa caricatura de despotismo irracional, en las antípodas estaría el modelo del Heliogábalo de Artaud: el gobernante que busca religar a su pueblo a los cultos esotéricos primitivos, el anarquista coronado que se opone al orden establecido y busca realizar en lo colectivo la idea de lo sagrado. Heliogábalo, a diferencia de Ubú, no es un ególatra dominado por el Chichi Supremo, el Anti-ser, sino un mago Mozart. Ubú y Heliogábalo, el poder grotesco y el poder mágico, dos extremos de la figura del tirano que adquirieron el rango de modelos del surrealismo, articulan el movimiento del realismo delirante de Laiseca, de la egolatría del individualismo al intercambio de la magia, de la crueldad cosificante a la comprensión empática del otro. Se dice en Los sorias: “Aún mejor que repudiar es entender […] La renuncia definitiva a un entendimiento es altamente reprochable, porque cierra el ciclo e impide la posibilidad de crecer”.

El delirio, entonces, funciona para Laiseca como una suerte de psicomagia[4]. Es más, podría decirse que Laiseca y Jodorowsky (quien acuñó tal término), surgieron como parte de un mismo rebrote de primitivismo, de un mismo reclamo antiburgués a favor del rol sagrado del arte. Un reflujo del surrealismo de los años sesenta y setenta que, agnado con el furor de las pseudociencias, la contracultura, el rock y la experimentación con las drogas, e intoxicado por las paranoias de la Guerra Fría y la búsqueda de nuevas formas de espiritualidad, encuentra en lo alucinatorio un camino posible. La locura como pose se vuelve productiva, ya lo dijimos.

Maestro de psicomagia, tarot, metagenealogía y otras dudosas mancias, Alejandro Jodorowsky configura un incómodo fenómeno bifronte entre, por un lado, la línea que va de la analítica jungueana al teatro de la crueldad artaudeano, y, por el otro, las recetas comerciales y mediáticas de la autoayuda y las pseudociencias. Y, en el medio, un héroe de la cultura de masas a través de su cine psicodélico y sus obras maestras de la bande desinée. Como fenómeno de mercado, puede provocar suspicacia, pero si se percibe su formulación artística de cuño surrealista, desde los años de su Teatro Pánico, que formó en los sesenta con Fernando Arrabal y Roland Topor, puede encontrarse que ese chamanismo mediático es parte de un despliegue de tipo performático, incómodo en la medida en que desarticula los distingos y sofisticaciones con que el mundo intelectual incluye o excluye los saberes legítimos (Jodorowsky siempre afirma: “me gustan las artes despreciadas”). Laiseca, en otro sentido, ha practicado precisamente ese juego con lo plebeyo: esa literatura hecha con retazos de literatura subestimada ( “eso que no se lee”: novelas juveniles de aventura, literatura de terror, revistas divulgativas), de saberes bajos y desautorizados (esoterismo, ocultismo nazi, el I Ching), y que plantea en su método de representación artística –lo Real por medio del delirio–, una escritura catártica, capaz de operar las mismas curaciones e individuaciones que pone en escena en sus personajes: manijeados que son temperados, tiranos inhumanos que son humanizados, inhibidos que son reintegrados. De hecho, toda su narrativa formula la idea de la humanización a través de una filosofía epicúrea que integra el delirio al ejercicio del arte, la magia, la asunción de la energía libidinal (una suerte de orgón de Wilhelm Reich), la empatía, la amistad, los placeres y la disciplina. En las antípodas de estas virtudes, se encuentra el poder psiquiátrico y el control de las internaciones, una de las tantas ramificaciones sinárquicas del Anti-ser, junto con los colectivismos desindividualizantes y las religiones sádicas que veneran el sacrificio vital.

Laiseca escribió Los sorias como un monumento de defensa mágica, como la pirámide de Kheops o la Gran Muralla china. No se trata de convertir a Laiseca en un gurú o en un santón, sino en el grande artista y maestro que fue, magíster en metafísicas Mozart, especialista en cosas y Herr Doktor en la Vida Misma.

El jardín de las máquinas parlantes, tiene en su centro un extenso episodio situado en un hospital psiquiátrico, acaso trasunto del Borda y acaso confesión de un oscuro momento autobiográfico de la juventud. La denuncia contra los psiquiátricos admite toda una tradición donde Laiseca adhiere su voz a las de Artaud, Fijman, Burroughs o Henry Darger. Antonin Artaud consideraba que los manicomios estaban regenteados por médicos que practicaban la magia negra: transforman la vida en muerte y simulan curar al paciente, cuando en realidad los destruyen por los electroshocks, los maltratos y la vejación. La locura y el delirio, en su concepción, eran la única salida del genio, cuyas verdades la sociedad jamás querrá escuchar. El psiquiátrico sería el modo de contener y controlar estas fuerzas de lo anómalo. Frente a estas falsas curaciones, Artaud proponía la “curación cruel”: sólo se cura quien se comprende a sí mismo, y sólo se comprende quien logra encontrar el modo auténtico de significar, escribiendo, gritando, haciendo muecas y gestos desquiciados. Allí donde Artaud pone como núcleo salvador la noción de “crueldad”, Laiseca hace lo propio con la de “delirio”: ambos vindican la mirada marginal del genio y la locura creadora como rebeliones frente a la magia negra con que la sociedad busca “suicidar” al artista.

La salvación por las mujeres y la necesidad de humanizar al dictador parecen perfilar la máscara de una crisis originaria: la precoz orfandad materna de Laiseca y el temperamento despótico del padre (“yo viví la infancia en la Unión Soviética y mi padre era Stalin”). De niño temía todas las noches que hubiera un monstruo debajo de la cama: “Cosa curiosa, o no tanto, mi monstruo era in abstractum, porque era mi padre. Tardé décadas en darme cuenta de que era mi padre. El subconsciente no quiere deschavarse, no quiere admitir la realidad. ‘Papá es bueno, no puede ser el monstruo que vive abajo de la cama.’ Pero era él”[5]. Todas las iteraciones de la figura del tirano, sean dictadorzuelos latinoamericanos, jerarcas nazis, emperadores chinos, faraones o comisarios, parecen responder a una omnipresencia de ese “padre malo” frente al cual el acto de Laiseca de convertirse en escritor representa la rebelión máxima. Al humanizar a sus dictadores, al otorgarles una segunda oportunidad para crecer espiritualmente, Laiseca reelabora ese material en bruto para oficiar reconciliaciones que funcionan en el plano primitivo del símbolo. Toda su escritura parece tener como núcleo, al tratar la cuestión del poder, el problema de cómo perdonar al padre, cómo desbloquear el resentimiento hacia la figura paterna. Uno de los miles de personajes de Los sorias, por boca del cual parece hablar el propio Laiseca, escenifica este conflicto:

Él se había dicho: «Después de que mi viejo se muera, la humanidad va a ser más joven». Pero, cuando esto finalmente ocurrió, no supo perdonar ni enterrar el cadáver y dejar de sabotearse a sí mismo. Continuó con la historia de su odio inacabable, haciendo vivir al muerto sin darse cuenta, permitiendo que su padre continuara formándolo y controlando su vida desde el sepulcro. No comprendió que a los padres hay que perdonarlos porque sí. Sin razones, excusas ni motivos. No hay nada que analizar, nada que descubrir, ni entendimiento que lograr. El nudo Gordiano tiene las inencontrables puntas hacia dentro; por eso, la única forma de cortarlo es mediante la espada del perdón. Perdono ahora, a partir de este momento, más allá del bien, del mal y del derecho, y porque sí. Un perdón nietzscheano.

Incluso un padre más tóxico que la central de Chernobyl puede hacer un bien. Al perdonar interiormente, uno se reconcilia con la imago perniciosa y comprende el maná que se declina de tal resolución. Se asume el regalo del padre, el único talismán capaz de salvar: “Mi padre tuvo muchísimas cosas malas que a mí me hicieron un enorme daño, pero me estimuló la lectura y la lectura me salvó la vida”.

¿Y entonces qué?

La literatura argentina no tiene privilegio en los intereses de Laiseca. Parece dividir la literatura nacional en dos categorías horrendas: patafísicas nihilistas (vanguardismos fetichistas) y sindicalismos con metafísicas chascas (el realismo social). Salva a muy pocos de esta clasificación. Pareciera que para Laiseca la literatura argentina estuviera manijeada, bloqueada por energías chichis, enganchada en desgastes. Ya C.E. Feiling mencionaba cómo había que retornar a los géneros bajos, a la escritura del goce, para evadir la autofagia de una literatura que se desespera por inscribirse a sí misma en su propia tradición literaria y que, en el camino, se vuelve débil, estéril, vacía, oportunista. Laiseca, por la misma época, defendía el derecho a leer aquellos libros de imaginación desatada que los intelectuales comprometidos condenan con un “eso no se lee” (El fantasma de la ópera, Sinuhé el egipcio, Las minas del rey Salomón). Desbloquear el potencial inconsciente de la literatura argentina y proyectarla hacia el torbellino silvestre de sus propias supersticiones.

Si la propedéutica que exigía el frontispicio de la Academia platónica eran las matemáticas, la del taller de Laiseca era simple: leer más, escribir más, vivir más. Aunque podrían cruzarse otras: la ingeniería, la música de Wagner, la cerveza, el karate, el I-Ching, la pornografía, el esoterismo.

Una de las formas de salirse de la Literatura con mayúscula, es la superstición como ficción mental productiva. Admitir cierto infantilismo, cierto pensamiento mágico, oxigena las inhibiciones y bloqueos interiores de dos grandes males de la literatura actual: la patafísica gratuita, el absurdo sin coherencia y sin cosmovisión, sin grandeza ni sacrificio; y el espíritu de la eficacia: la pretensión de que la literatura cumpla con las exigencias de utilidad política, actualidad de agenda, participación autofágica en la tradición literaria nacional. Estas dos grandes supersticiones. Porque, para supersticiones, prefiramos fantasmas, energías, mudras y cuanta escoria pseudocientífica se pueda rasquetear de los basureros de la cultura popular. Laiseca hizo eso, y empastó, en medio de todo, toneladas de incorrección política (en Los sorias el Monitor opina que Hitler es un moderado, de centro-izquierda), anacronismo flagrante (nada muere, todo se recicla en virtud de su sustrato universal profundo) y singularidad ingobernable (los problemas de Laiseca no son los problemas de nadie, porque son los problemas de todos).

Se trata entonces de buscar el extrañamiento, de hacerse extraño, de devenir extranjero, peregrino en su patria, en el sentido último. “Lo raro es ser un escritor raro”, como diría Bellatin. Frente a esto, puede citarse la frase de Felipe Polleri, “La literatura es el territorio de la libertad. Si no es eso, no es nada”, como quien invoca la frase sagrada del oráculo de Delfos: «Conócete a ti mismo y conocerás al universo y a los dioses».

La permanente diseminación de Laiseca hacia otra cosa, su juego extraño con el afuera y el adentro, su apuesta por la superstición como potencia abrasadora, capaz de incendiarlo todo… de allí sólo puede declinarse una especie de deseo pueril. El fin de ideas plebeyas, como campo literario, géneros o literaturas nacionales, “literatura, matarte para siempre”. Leer la literatura en la literalidad de sus desvíos… Fijman como mística, Arlt como laisequeano, El teatro y su doble como teatro, Macedonio como filosofía; Bellatin como escritor húngaro, Laiseca como escritor egipcio, Marosa di Giorgio como escritora jupiterina. Como diría el Libertella de Ensayos o pruebas sobre una red hermética: “Nada mejor que enfrentar a los participantes con trozos sueltos de la tradición: un párrafo hiperteórico, a ver cómo se convierte en ficción; un poema, a ver cómo se da vuelta en prosa; una crónica, a ver quién desdice la verdad de la información”.

El cosmos, entonces, necesita obras como Radiografía del pampa, Heliogábalo o el anarquista coronado, Los siete locos, Tadeys, Hecho de estampas, El Incal, La Historia de las Vivians, en lo que se conoce como Los Reinos de lo Irreal, Los sorias, Vida del ahorcado, La Internacional Argentina, Manigua, Grimscribe, Reina Amelia, la Trilogía de La noche roja, la Trilogía involuntaria, la trilogía El Dios negro, El libro uruguayo de los muertos, Las series infinitas, Serbia o no Serbia

Y más allá, las otras escrituras, la desarticulación de la idea de libro y su diseminación (como diría Artaud: de cultura petrificada a cultura mágica): el Teatro Proletario de Cámara, el Libro Rojo de Jung, las obras efímeras de Ulises Carrión, los cuentos de Laiseca en I-Sat, el congreso de dobles y la escuela dinámica de escritores de Bellatin, La Otra Caja de Luppino… Y de ésta última de donde citamos una frase que es una sucesión de preguntas: “Por qué las nuevas escrituras son las sagradas escrituras. Por qué el futuro ya fue. Por qué no hay nada más que las nuevas escrituras. Por qué sólo hay escritura”.

Manuscrito de Los Soria
Manuscrito de Los Soria

[1] Tan sibilino que yo, durante años leyendo y estudiando la obra de Laiseca, jamás había escuchado su nombre. Escribí libros sobre Laiseca sin nombrar a Jalí, lo cual es como no haber escrito nada. Debo a las conversaciones con Matías Raia y su ars exhumatoria titulada Golosina Caníbal el conocimiento de la figura de Jalí.

[2] ¿Estoy citando a Laiseca o a Ariel Luppino? El lapsus es dispensable. Luppino viene conversando hace con Laiseca en sesiones de espiritismo, de modo que a veces se cruzan los cables… Se trata, justamente, de la ley sagrada del intercambio.

[3] Pero en Los sorias no se trata de los cuatro maestros del revólver de El topo, sino de cuatro principios que, en el epígrafe de la novela, Laiseca adjudica a una frase del caudillo hispanoárabe Almanzor: “El mundo está sostenido solamente por cuatro cosas; la ciencia de los sabios, la justicia de los grandes

la plegaria de los justos y el coraje de los valientes”.

[4] Para Alejandro Jodorowsky, la psicomagia es una técnica terapéutica que, usando recursos del psicoanálisis y la teatralidad ritual, busca producir en el paciente un efecto catártico. No se trata de una ciencia, sino de terapia artística, emparentada con el psicodrama. Si el psicoanálisis “cura” por la palabra”, Jodorowky plantea una “cura” por medio de actos simbólicos expresados en un lenguaje que no es el racional, sino inconsciente. El inconsciente interpreta todo acto simbólico como un acto real, de modo que el arte y las supersticiones vendrían a funcionar como placebos efectivos para solucionar problemas psicopatológicos. Toda la psicomagia se basa en la amplificación y dignificación de la noción de placebo, y en la comprensión de la potencia del arte para convertirse en un placebo poderosísimo.

[5] Entrevista de Cristian Vázquez para Letras Libres (2015) [Sitio Web: https://www.letraslibres.com/mexico-espana/alberto-laiseca-el-maestro-que-espera-junto-la-puerta-del-viento#.YQnEA9jxw4w.facebook]

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